Seguro más de uno se preguntará qué pasó conmigo, que dejé de publicar a partir de Octubre para (a todas luces) jamás volver. Más probablemente se preguntarán el tono serio en que estoy escribiendo pero, como ciertas ocasiones contadas, lo amerita. Esta es la historia del último capítulo negro de un calvario que parecía no conocer fin y de cómo, los sobrevivientes, tuvimos que continuar con el peso de la duda y el silencio.
Recordarán que hace ya algún tiempo, cuando el blog estaba igual de vivo que universitario en fiesta, les hablé de un vikingo, un vikingo que se tomó la molestia, en sus últimos días de claridad, el relatarme con pelos y señales los pormenores y fantasías de sus viajes, de su vida en familia, de sus conocimientos aprendidos, como toda criatura del mundo antiguo, por el empirismo de la experiencia y que había visto, con sus propios ojos, la transformación de un país recién librado de las luchas revolucionarias hacia un abismo neoliberal sin freno y aún en sus buenos tiempos, fascinante.
Después de eso todo fue negrura. Un círculo vicioso entre la felicidad y la tristeza, la desesperación y la calma, la enfermedad y la salud que, como era de esperarse, llevaban al descenlace más temido y, a la vez, anhelado. Los vikingos que no mueren en batalla no verán jamás el Valhalla, y tal vez eso le pasó por la cabeza en un último esfuerzo, frustrado obviamente, por retomar las riendas de su drakkar de ruedas y hacerse a la carretera, volviendo aún más intensa su amargura y su temor. Dejó de hablar, al menos de hablar con coherencia, y todos contuvimos la respiración preguntándonos si llegaría el día en que todos despertáramos, menos uno.
Finalmente, una tarde alegre de domingo, o tan alegre como puede ser una tarde otoñal con sus luces doradas y rojizas sobre las hojas que se secan, pasó lo que tenía que pasar. No murió en casa, sino en el lugar más temido por mi persona, la cama de un hospital. Lo único que supe por dos horas fue que había sido una muerte súbita.
-No sufrió. -ese fue el único consuelo cuando nos llegó la noticia, poco antes de las cinco de la tarde. Al principio reí, una de esas risas huecas y extrañas que sueltan los dementes en los asilos; luego grité, un solo grito, y me desplomé en el piso con sentimientos encontrados que todavía no puedo deshilachar correctamente: miedo, alivio, rabia, desesperación, duda. Todo eso junto en tanto los minutos pasaban y el pronto anochecer cubría la casa con su manto de oscuridad. Se venía la noche más larga.
Me culpaba de no haber estado presente, en gran parte movida por el miedo que le tengo a los hospitales y más aquéllos donde se aglomeran los agonizantes, pero al fin me repuse, me vestí de negro y al retorno de Mamá Loba, que trataba de mantenerse en sus cabales, me marché con ella a la capilla de velación, a una hora de distancia de mi cómoda cama donde no me asolaban los susurros de los espíritus pero también lejos de mi culpa.
No dije mucho mientras, a la capilla solitaria, aparecían las siluetas de dos amistades de la viuda, presentando con solemnidad y timidez sus condolencias y permaneciendo ahí mientras mi madre y yo mirábamos alrededor. La capilla era pequeña, apostada en lo que hace muchas décadas debió ser un saloncito privado en la casona que ahora funge como funeraria. Una ventana estrecha y alta con balcón apostada al lado del serapeum, vigilado por dos altos obeliscos donde se enclavaban las luces que suplían a las velas, tres sillones largos de cuero en cada muro y una araña de cristal pequeña eran nuestra única compañía. Esa noche sin embargo no estábamos solos, en la capilla mayor otra familia (compuesta, como imaginé, por parientes directos, vástagos de cada rama y tal vez familia política y amigos) se conglomeraban haciendo un estruendo mudo de animales caminando. Ninguno de nosotros vivía, estábamos en un limbo extraño, un limbo donde vivos y muertos conviven pero donde no pueden hablarse, pues el velo del silencio sacro separa lo material de lo inmaterial y solo deja una pobre imitación de un recuerdo que se evapora aprisa entre el fuego y la tierra.
Poco después de medianoche y cuando estábamos presentes ya unos pocos familiares más, llegó el féretro. Mi primer impulso fue abrirlo para comprobar con mis propios ojos que el hombre fuerte que me llevara en brazos a las ferias y las tiendas ya no estaba en calidad de hacerlo; mi segundo impulso, cuando se colocó en el serapeum y abrieron la puerta superior, fue desmayarme, pero mi cuerpo no era capaz de tanto y todo lo que pude hacer fue emitir un silbido bajo, dejando que se me escapara todo el aire antes de respirar de nuevo y empezar a llorar, en silencio, buscando unos ojos hermanos que me dijeran que no era la única conmocionada. Una mano amable me tendió una servilleta para limpiarme la cara, y me arrebujé en el sillón más próximo al ataúd murmurando como loca "Lo siento... lo siento tanto..."
Las próximas horas me creí separada, muerta también. Todos, para matar el tiempo, hablaban entre sí tratando de darse ánimos luego del primer y tristón rosario de rigor; yo me dedicaba a levantarme, andar con paso torpe a la cafetería, coger una taza bien cargada y volver a mi sitio, olfateando el aroma común de las zonas ocupadas por la muerte, café y cigarros. Eran parte del limbo, como las voces y el frío que se colaba por la ventana pero yo lo único que sentía era lo último, el frío, el abandono. La proximidad de alguien que está ahí pero no lo está realmente, la impresión de la muerte acariciando con su mano huesuda mi cabeza esperando, esperando, divertida con el revuelo de sus presas esa noche lúgubre.
Dos y media de la mañana. Me acurruqué como pude en uno de los asientos, junto a la ventana y en meridiano con el ataúd, de modo que no podía verlo de frente pero sí por debajo, cerrando mis ojos a pesar del entumecimiento y el frío de la ventana porque no llevaba yo más abrigo que un suetercito negro que cogí al vuelo antes de marcharnos. Dormité, despertando a intervalos de una hora a lo sumo, así hasta que dieron las seis y media de la mañana; me sentía extraña, a esas horas y luego de un sueño reparador debía estar preparándome para la escuela, y sin embargo seguía en ese limbo donde no hay escuela, ni trabajo, ni casa, donde todo lo que hay son susurros inciertos y vivos viviendo entre difuntos antes de morir con ellos en su última despedida.
No morí, como sospeché por supersticiosa antes de quedarme dormida, pero el cuerpo seguía ahí, cada vez más pálido, pero aún humano en todos sus aspectos, con el cabello lacio y deslucido contra la suavidad de los blancos almohadones en que lo habían acostado. Se me ocurrió que el poema estúpido que había aprendido nueve días antes ahora tenía mucho sentido:
Me pareces, oh, piano
Por tu voz lastimera una caja de lágrimas
Y tu oscura madera evoca la visita
Del primer ataúd que recibí en mi casa
En plena juventud...
Antes de que nos alcanzaran las primeras luces llegaron otros familiares, y de nuevo nos pusimos de pie (yo, borracha de frío y café) para rezar. Cuando terminamos un empleado de la funeraria se acercó a dejarnos un cesto de pan dulce. Mordisqueé... la verdad no me acuerdo, pero lo hice más por deber que por gusto, en el limbo, ¿saben ustedes? no se siente hambre. Fue cuando llegó también mi hermano, tan desprendido de la atmósfera de fatalidad que se sentó en la alfombra a parlotear con quien quisiera oírlo y luego pedir unos chicles de menta, también, imagino, para combatir el aburrimiento. Los niños son los únicos exentos del limbo, tal vez porque sus almas son demasiado frágiles todavía o porque la muerte, en su predilección por los pequeños, omite fastidiarlos a menos que decida llevárselos.
Con las primeras luces la viuda se puso de pie. Se le había olvidado la misa, y no íbamos a tirar al vikingo como proscrito sin recibir su última bendición, así que echó a buscar el teléfono de la misma iglesia donde recibí el cuerpo y sangre de Nuestro Señor y luego, juré rectitud en mi juventud acaecida cinco años atrás, apenas cinco años atrás... Mientras esperábamos, sin embargo, otro empleado nos comentó entre murmullos de respeto (la otra familia aún esperaba el coche fúnebre) que en un bendito tino del destino nos correspondía la misa en un templo cercano, uno de los más antiguos de la ciudad y también, de los más hermosos arquitectónicamente hablando, con su estilo gótico francés y sus vitrales intactos y límpidos. Tendríamos que esperar unas horas más, al mediodía, antes de que la comitiva (compuesta a esas alturas por más de diez personas, en contraste con las cinco de la velación) echara a andar al lugar indicado.
El escándalo fue tal que propició una especie de antimilagro que yo no hubiera creído de no haberlo visto, pero la cosa fue que mientras todos seguíamos mirando como hipnotizados el féretro Lobeznito volvió echando voces y gritando que alguien estaba ahí. Ese alguien era imposible tenerlo presente pues, siendo hermana del difunto, llevaba casi dos años con demencia y se le olvidaban hasta los rostros y nombres de sus parientes, pero los chillidos del menor estaban justificados pues la anciana, mucho más enclenque y delicada de lo que yo medio recordaba de otro funeral, apostada en su silla de ruedas y cerrada por una comitiva de dos vástagos, llegaba hasta el ataúd con los ojos vacíos, pero con el alma reconociendo a su sangre tendida en el ataúd plateado. Otro de los hermanos, luego de un estoicismo idéntico al de mi madre, se echó a llorar en ese preciso instante.
Otro milagro extraño ocurrió cuando, de repente, y cuando estábamos apenas tres almas en la capilla mientras el resto se iba a armar escándalo a los jardines, entró un individuo desconocido saludando con un tibio "buenos días" y se acercó al féretro. No supimos quién era hasta que la viuda regresó y se presentó como un colega de trabajo. Del cómo averiguó que estábamos todos ahí, nunca lo supe.
Por fin sonó la hora. Debíamos despedirnos del limbo, pero aún llevar al muerto con nosotros. Me puse de pie tomando la mano de Lobeznito y echamos a andar, en tropel, hacia la salida. El paracaidista amigo del difunto nos llevó hasta la explanada del templo, y entramos en silencio por la entrada lateral hasta la capilla, cóncava como la de cualquier edificio gótico, donde esperábamos por fin la última misa. Me acurruqué en un asiento delantero junto a mi madre y mi hermano mientras esperábamos, inquietas, por la entrada del féretro. Un hombre del templo me miró por unos segundos antes de soltarme:
-¿Quisiera usted hacer la lectura de hoy?
Algo que caracterizó mis años de infancia junto al buen vikingo es que le gustaba tenerme apostada en una esquina de su cama leyendo en voz alta hasta que se dormía, para compensarme luego con el préstamo de su televisor (el más grande de la casa) o con unas chucherías. Acepté, más que nada por cumplir ese mandato tierno y autoimpuesto. Llegado el momento, la música seca del órgano y las voces dolientes de las coristas acabaron con los nervios de Mamá Loba y echó a llorar. Yo también, pero debía aguantar un poco más, no quería oír mi voz quebrada en ese último cuento que podría leerle. No recuerdo bien la lectura, pero hablaba eso sí, de la resurección y el pesar de la muerte en un tono solemne que me parecía vacío, pero alentador. El Valhalla en todo caso no había quedado cerrado, pese a las causas de muerte que le sobrevinieron al durmiente eterno.
En la explanada delantera, donde las columnas de cantera sujetan las imágenes de los apóstoles, hubo que despedirse una última vez. Como todo vikingo, su funeral sería por fuego, no en un barco a la deriva del mar pero sí consumido hasta las cenizas. Madre apretó su mano y dejó un beso tímido en su frente helada, yo me acerqué, mirándolo intensamente y dejando que se desprendieran las últimas gotas de afecto ingenuo de años atrás y murmuré:
-Hasta siempre.
Nos fuimos, saliendo del limbo con rudeza y sintiendo de nuevo el sol sancochándome y el crepitar de las fuentes. Adentro, acompañando hasta el final al vikingo que tantos años habíase dedicado a mí, quedaba la niña pequeña, la infantil Lobeznita que se negó a marchar conmigo, en calidad de fragmento de alma, para aferrarse a su padre y no abandonarlo jamás, muriendo también con él y dejándome a mí en una rivera de desconcierto, de vacío... y de renacer.
R.I.P
J. C. R
abril 26 de 1949 - octubre 13 de 2013