FAVOR DE ALIMENTAR A HOLMES Y A HELSING, GRACIAS.



miércoles, 11 de abril de 2012

HADES ANTE MIS OJOS

Dicen por ahi que la curiosidad mató al gato. Bueno, a lo mejor el gato alcanzó a saltar a tiempo y se salvó por poco, pero no por eso dejará de sentirse aterrorizado al haber metido sus naricitas en lugares (y momentos) que no le correspondían.
En ésos términos, quiero dar a entender que en esta ocasión, el gato curioso fui yo.
¿Alguna vez han visto a la muerte de frente? ¿No han sentido a la vez la curiosidad casi morbosa de observar los vestigios que la Parca deja atrás cuando destroza una vida con el filo de su hoz, y al mismo tiempo el deseo irresistible de apartar la mirada y huir, por temor a invocarla? ¿Jamás han tenido la impresión de que, de lejos, ésta destrucción parece casi irreal, mientras que cuando la contemplamos, la percibimos y la respiramos, pareciera poseer por un instante nuestro ser, paralizando el cuerpo y alterando el alma? ¿No han sentido el aliento del Cerbero a su espalda o los ojos desiguales de Hela cuando saben que la Destructora acaba de cortar otro aliento en un lugar, en un tiempo, en un sitio que siempre ha sido nuestro y que creíamos seguro?
Una mañana de primavera no puede ofrecer un espectáculo más triste que el de una muerte. Y justamente eso ocurrió hoy, con el sol en su punto más alto y con vientos de esperanza revolviéndole el cabello a cualquiera, excepto a alguien, o a quien alguna vez fue alguien, que ofreció sin querer un espectáculo más digno de una novela de Poe que de una fresca poesía estival.
No es la primera vez que veo ante mí un cadaver, y dudo mucho que sea la última ocasión. Tenía catorce años cuando vi a mi primer muerto; la situación era tan truculenta y surreal que a veces me pregunto si no estaba alucinando. El hombre (creo que era un hombre joven) estaba tirado en la entrada de una iglesia; no pude ver su rostro, sólo parte de sus ropas, manchadas en sangre que formaba un charco a su alrededor en el suelo, y a su alrededor pululaban los de la SEMEFO mientras la gente (supersticiosa pero curiosa por naturaleza) mantenía prudente distancia. Yo desvié la mirada, no me atraía ésa clase de escenarios macabros y estaba dispuesta a mantenerme alejados de ella el mayor tiempo posible.
Pero nada se compara a la soledad que podía percibirse ésta, una mañana estival y alegre, cuando las súplicas de las vecinas atrayeron a la multitud apiñándose en la casa de enfrente. Mamá Loba, leal a su culto hipocrático, fue la primera en atreverse a penetrar en aquélla oscuridad, porque incluso a ésas horas alegres, en interior de la vivienda estaba cubierto de penumbras, y se respiraba el aire pesado y dulzón que te hace saber que algo, ahí, no está bien.
Seguí de cerca la silueta de mi madre y de la vecina, demasiado consternada para decir palabra, y subimos calladamente las escaleras hasta llegar a la habitación; Mamá Loba entró, ella tiene la sangre fría como reptil cuando de éstas cosas se tratan, pero yo no. Me quedé haciendo guardia (¿de qué? ¿contra qué?) en el resquicio de la puerta, desviando la mirada a todas partes. Era una recámara pequeña, con varios adornos que en la semioscuridad parecían antigüedades abandonadas a su suerte. Y sobre el lecho, lo que vi... No podría describir jamás lo que vi, y ahora que lo pienso bien lo escribo por temor a que anide en mi mente y me torture durante las noches, como ocurre con cualquier miedo infantil.
Es verdad que a veces la muerte hace sobre los cuerpos el papalote que se le antoja, y que en ésas ocasiones puede dejar tras de sí un aspecto casi inocente y dulce, ingenuo, haciendo que su víctima parezca dormir el sueño eterno; pero aquélla visión distaba mucho de ésa calma tan recitada, y aunque mis ojos no se atrevieron a buscar el rostro, sí se fijaron en los vestigios de largas semanas de agonía, resentimiento y anhelo que todos en la calle sentíamos, no sólo por quien, lentamente, se marchitaba, sino por quien le sobreviviría, y cuya carga cada insante se volvía más insoportable.
Clavé los ojos al piso; Mamá Loba, estoica como siempre, pidió un teléfono y llamó a los paramédicos. Éstos confirmaron la noticia con el mismo gesto de sobriedad que ella, mientras la otra vecina parecía al borde de un ataque de histeria y yo lidiaba con los latidos inquietantes de mi corazón. Todo estaba en silencio, no se oía ni el aire, ni el reloj, ni nada, a excepción de las voces que resonaban como en un eco eterno.
No pude más y me alejé; vi cómo Mamá Loba ponía la blanca sábana de sello sobre la víctima de Mortis y me ordenaba silenciosamente que bajara. Lo supe en cuanto la vi, ella sentía cómo algo en mí se estremecía de miedo y de horror, ante la presencia aún persistente del tiempo finalizado. Y cuando volvimos al aire frío y menos viciado de la planta alta, ahí donde la luz del sol lograba colarse, se dispusieron a hacer un auténtico atraco, en búsqueda de los papeles requeridos para el acta de defunción. Recordé al señor Valdemar, del relato de Poe, pensando en el tétrico parecido que había entre éste muerto-vivo y quien reposaba en la planta alta, y luego mi imaginación aterrizó en la novela de La Dama de Negro, mientras miraba a las dos mujeres adultas inspeccionar los papeles al mejor estilo victoriano (con media luz, como si todo fuera una farsa sarcástica) a la vez que intentaban comunicarse con la superviviente de aquél negro ambiente. El teléfono no dio señales de vida. La casa entera estaba muerta.
Por fin Mamá Loba me ordenó marcharme, sin antes dedicarme una mirada que significaba alivio, y ordenándome suavemente:
-No te asustes.
Obedecí y salí casi corriendo de la casa. El sol entibió mi piel y el viento revolvió mi cabello. Sonreí. Estaba viva. Estaba fuera del sepulcro, de ésa entrada del Tártaro donde Hades miraba indulgente a los hálitos vivientes que se movían en su nuevo reino ganado, en su nueva pieza de ajedrez.
Al término de éste post, Mamá Loba sigue allá, y yo intento relajar mis nervios y vomitar mis miedos en éste mismo sitio. Todavía percibo el aroma podrido y dulzón de la vivienda, y me muero de ganas de tomar un largo baño para echar a la Cegadora de mi cuerpo; pienso en Baglietto y su Tango de la Muerte, que me parecía tan cómico, y ahora que lo pienso me doy cuenta de la tétrica verdad ocultas en sus alegres palabras y me pregunto... ¿cuándo volverá el reloj de arena a detenerse, alterando el ciclo pacífico de nuestro mundo? ¿Cuántos más tendrán que cruzar la oscuridad de la noche para ingresar a una oscuridad mayor antes de ver la luz final?
¿Y qué hay de mí? ¿Podré reposar tranquila sin ésos ecos del más allá clamando a mis oídos: "gatita curiosa, metiste los bigotes en donde no te llamamos"?
Nunca es fácil mirar a la muerte de frente. Pero como todos la veremos algún día, más nos vale estar preparados para lo que venga.

2 comentarios:

Reinhardt Langerhans dijo...

¿Sabes? Es una impúdica coincidencia que hoy estuviese a punto de presenciar algo similar [con un familiar mío a menos de 2 metros de distancia]
Me gustaría charlar esto contigo vía Messenger o algo así, Lobita. Esas últimas preguntas me han consternado en su momento y creo que el pesar es mejor con alguien con quién charlar.

Y algo en latín que al caso es aplicable: Memento mori, ¿no es esa la única cosa que sabemos con certeza que ocurrirá?

Saludos nocturnos, señorita.

Alexander Strauffon dijo...

He visto a la Muerte. Se ha llevado a seres queridos ante mis ojos, y ha intentado llevarme. Como el gato, la he eludido, por fortuna y a los dioses gracias.

Al leer Mamá Loba, no pude evitar recordar al genial Rudyard Kipling en su más famosa creacion: El Libro de la Selva.