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sábado, 3 de noviembre de 2012

ESE VIEJO VIKINGO

Uno no se da cuenta de cómo son los demás realmente hasta que siente con el mismo sentir que ellos. Aquí aplica, muy justamente, la expresión "ponerse en los zapatos del otro", aunque los resultados no son siempre iguales. En mi caso, se trata únicamente de hacer una reflexión, bastante personal, en la que no participa nada sino la sensación de que tal vez los antiguos paganos tenían algo de razón en sus mitos: quizá, el destino sí es inexorable.
Con mi experiencia aprendida de libros de Historia puedo afirmar tranquilamente que mi abuelo corresponde al arquetipo del vikingo. Tal vez no tenga barbas largas y rubias ni un casco con cuernos, pero al igual que éstos, ha zurcado (remolque mediante) lugares remotos de los que muchos de nosotros sabemos apenas por crónicas bizarras y memorias de un pasado nacional que se pierde cuando el que lo cuenta muere. Ha entrado una y otra vez a la zona 0 y salido completamente cuerdo, ha visto fuegos fatuos en el sureste, ha detenido su navío de ruedas en más pueblos olvidados y eliminados del mapa que ninguna otra persona conocida, todo esto en apenas unas cuatro décadas; entre fuegos de violencia y pasiones, no ha conocido el ocio ni la paz en toda su vida, y de hecho podría decirse que la aborrece. Su vida transcurrió como el trotador del tiempo, en un medio tan revuelto como es la extensa geografía e historia de México, viendo ir y venir regímenes, leyes, pueblos, estudiantes y mujeres. Ha visto de primera mano las catástrofes y las celebraciones de antaño y ha sobrevivido magníficamente a los cambios de modelos económicos que a muchos otros hubiera destrozado, pero jamás a él.
Su vida pasó entre el relieve salvaje y brutal que se percibe como un eco en su cabeza (¡oh, bonito espectáculo verlo cuando rememora esos viajes a toda velocidad!) y entre las ciudades magníficas a las que llegaba a desembarcar. Me ha contado la clase de febrilidad que se vive en el Norte: es como si el espacio-tiempo hubierase puesto de cabeza, y en la frontera cada fin de semana el país se inundaba de estadounidenses (o gringos, como prefiere decirles, como diría cualquier nórdico al referirse despectivo a los eslavos y musulmanes con quienes comercia) que llegaban aquí a su propio estilo de "mojados" para degustar del tequila fuerte, la cerveza barata y el jolgorio natural de la zona, ese paraíso perdido entre el desierto de Sonora y El Paso, estrecha franja ahora dividida por un alambre de púas y que él llegó a cruzar varias veces. No son sólo norteamericanos, también ha hablado con personalidades tan diversas que a mí me parece un sueño divino: un grupito de aburridos rusos que hacían competencias entre su vodka y nuestro mezcal hasta rodar felices por el suelo; un italiano de acento ruidoso y que palmoteaba como demonio, un par de ingenieros alemanes que vivían a base de cerveza y barbacoa y aprendieron los diversos usos de la "Ch" gracias a su interlocutor, es decir, mi abuelo. Todo, bien escondido en su cabeza, lo suelta de cuando en cuando, a cuentagotas, cuando estoy presente y le pregunto sobre cosas que yo, por torpeza o por debilidad, desconozco, y las responde con la seriedad del historiador y la sencillez del campesino. Al fin y al cabo, desciende de indígenas michoacanos.
Cosas raras, peligrosas, como en un viaje mitológico cualquiera, se mantienen impresas en sus palabras. El lugar donde el agua corre del revés, el recinto macabro de los lagos donde los fantasmas aúllan, e inclusive, un OVNI que asegura haber visto allá por la década de los 80; estuvo tantas veces en el Distrito Federal que conoció de primera mano las revueltas políticas de la época. Recuerda, a veces divertido, a la Policía Secreta del "Negro" Durazo, la toma de poseción de Gortari, incluso el terremoto del 85 y la explosión de Guadalajara, todo eso lo vivió de primera mano. Tantos años así explican que la violencia actual no le asuste ni un ápice. Tampoco le atemoriza la oscuridad ni la soledad, tanto tiempo viajó de noche entre las carreteras más brutales del país y con un camión de doble remolque. Jamás se le registraron accidentes, ni acontecimientos, era serio y dedicado a su labor con el corazón fuerte, y de regreso a su morada se ponía a repartir a dos manos el botín de su labor. Ropa, zapatos, dinero para paseos, para restaurantes de categoría (en aquél entonces) muy alta para el trabajador promedio. Cuando yo nací, recibí también mis dádivas: caramelos, juguetes, objetos importados, dólares olorosos aún al plástico que lo recubría. E historias. Muchas historias de diversas clases que alimentaron mi mente como si fuesen novelas costumbristas, tan bien apreciadas en toda Latinoamérica.
Pero como todo buen vikingo que no muere en batalla, éste tuvo que retirarse para pasar sus días de austeridad en el silencio de su casa. No le gusta. La oscuridad que se ha apoderado en la incertidumbre no le es sana, y se le ve taciturno y huraño; sueña mucho, yo lo sé, con sus viajes majestuosos. Ha asegurado que al morir no quiere ser enterrado, sino cremado, y que sus cenizas se repartan en la cascada de Cola de Caballo, su Valhalla personal, para recorrer en muerte el triple de camino que recorrió en vida. A veces me da por preguntarle del día que llegó a Yucatán, donde vio de frente el antiguo observatorio maya y el gran mar que lleva, irremediablemente, a la isla de Cozumel, donde descansa el templo de Ixchel. Conoce de comidas que ningún aventurerucho de televisión tocaría, desde venado hasta ranas, serpientes, insectos, todo lo ha degustado por noble obligación y férreo entusiasmo. No podemos decir, jamás, que su vida fue un desperdicio.
Así es entonces ese viejo vikingo que reposa en un sofá reclinable, ladrándole injurias a la tele cuando hay partido de fútbol. y que en sus buenos tiempos era tan temible como Leif Erikson, o como un rabioso Thor empuñando su martillo. Yo, su pequeña Loki, se conforma ahora con hacerle revivir su nostalgia para que el aburrimiento no lo mate, y sueño en secreto con poder ver yo también, quizá, esos mundos alucinantes que se esconden después de la carretera doble que separa a Lobolandia del resto de la patria, y espero así poder guardar yo también algo de su espíritu inquieto y volar aún más. Una valkiria infantil a la sombra del mejor de los vikingos.
FIN

1 comentario:

Reinhardt Langerhans dijo...

Maldición, esa sí es una vida muy bien vivida. Creo que en el fondo, muchos queremos ser entes libres, andando de aquí para allá conociendo nuevos lugares, personas y experiencias.
Estoy seguro que tu vikingo se dio por bien servido en toda su vida y que cada una de sus historias valen sus segundos en kilos de oro.

Es curioso, pero mis abuelitos también solían viajar mucho (aunque en este caso, para transportar mercancías y demás cosillas para vender). Hacia Tepito o hacia Belice, esos eran sus destinos habituales... e incluso, hubieron veces que me llevaron hacia esos lares.

Oh, en fin -w-
Un saludote, Lobita, espero que te vaya bien en la Uni ;)

Un abrazo y pásala de pocas pulgas, jaja x)

P.d: Pinkie Pie SIEMPRE te observa ewe