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viernes, 8 de junio de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (Cap. 2)

2


ANFITRIONES

Frotándose la cabeza por el golpe que se dio, Nina se puso lentamente de pie, lista para volver con el grupo de excursión.

Sólo que ya no había tal grupo cerca. De hecho, ya ni siquiera había un archipiélago de islotes en la deriva de un pequeño lago.

Nina se encontraba ahora de pie a orillas de un acantilado de roca, cuyas piedras apenas estaban cubiertas en sus esquinas con un suave musgo verde oscuro que olía a humedad; debajo, se extendía un inmenso mar gris que se agitaba rítmicamente contra la luz del sol que decaía, como perdiéndose en el horizonte oceánico; lo único que continuaba ahí era el gigantesco arco de piedra, inmóvil y pacífico, como si no notara lo distinto que era aquél lugar de su sitio original.

La jovencita no dudó en lanzarse a gran velocidad hacia el arco, para cruzarlo otra vez con la esperanza de volver a casa; cruzó una, dos, tres veces más hasta que en su último intento resbaló con el musgo de la roca y cayó sentada en la orilla del enorme acantilado.

-Tengo que estar soñando –se dijo a sí misma. -, sí, estoy soñando. Esto es un trastornado sueño, dentro de poco despertaré y descubriré que ni siquiera he ido ya a la excursión…

Pero sus palabras se ahogaron con el sonido del mar agitado, que parecía una burla muda a sus propias convicciones; Nina, desorientada, se levantó y caminó cuesta abajo, dándole la espalda al mar y caminando en dirección a un tupido bosque de coníferas; si estaba perdida, seguramente en la inmensidad de aquél lugar encontraría a alguna persona que la ayudara a volver… ¿Pero volver a dónde?, se preguntó descorazonada mientras se perdía entre los árboles.

Caminó durante varios minutos, insegura de sus propios pies y cavilando; una bella mariposa pasó por su lado, distrayéndola de sus tristes pensamientos, y se dio cuenta de los hermosos árboles y arbustos que crecían orgullosos a su alrededor. Coníferas, robles, abetos, y arbustos llenos a reventar de fresas silvestres y otros frutos rojos que no pudo identificar, y entre las copas de los árboles se filtraba la luz rojiza del atardecer, inundándolo todo con su delicada calidez, y Nina dejó, por un instante, de sentirse triste, escuchando los llamados de los pájaros que se aprestaban a guardarse en sus nidos para pasar la noche.

Un poco cansada, se sentó sobre una ancha y lisa roca, rodeada por más musgo y unas florecitas blancas de tamaño insignificante; suspiró y se estiró cuan larga era, y se dispuso a pensar en un nuevo plan de auto rescate, porque le daba la impresión de que ese paraíso magnífico jamás había conocido la mano humana.

-Bueno… no me importaría quedarme una temporada larga aquí… -dijo para sí misma mientras se dejaba caer de espaldas sobre la roca. Extendió los brazos por encima de su cabeza de tal modo que las puntas de sus dedos tocaron el piso.

Sintió algo frío, suave y metálico, que estaba justo del lado de sus manos; no parecía una roca, porque estaba hueco por en medio, pero era poco probable que se tratara de algún artículo común; intrigada, Nina se volvió boca abajo y se asomó por la orilla de la piedra para ver bien qué había estado tocando. Era nada menos que un brazalete de oro, el brazalete más exquisito que jamás hubiera visto, y llena de curiosidad, lo tomó.

Nina se sentó en la piedra con las piernas cruzadas y examinó a la luz el brazalete. Estaba hecho de oro, no había duda de ello, y tres diamantes cortados como rombos le daban aún más luminosidad y magnificencia; la jovencita se metió el brazalete en el brazo, pero era tan grande que se lo subió sin dificultad alguna hasta el hombro, y aún así le quedaba algo suelto.

-Qué bonito. –sonrió. -¿De quién podría ser? Uno no pierde esta clase de cosas…

Un súbito ruido la sacó de su ensimismamiento. Golpes sordos en el piso, que sonaban exactamente igual que pasos, aunque sin duda era los pasos más ruidosos y pesados que en la vida hubiera oído; se guardó el brazalete entre las ropas y esperó, anhelante.

El ruido de pasos se escuchó de nuevo, y Nina se atrevió a preguntar:

-¿Quién es? Hola… ¿puede ayudarme, por favor?

Los pasos sonaron más cerca. Apretándose el pecho por la ansiedad, Nina repitió:

-Hola, ¿quién está ahí?

Unos pasos fuertes y sordos a sus espaldas la alertaron; se dio la vuelta lentamente, y cuando se encontró cara a cara con el desconocido rondador, sólo atinó a decir:

-Dios mío…

Aquello no era un hombre, aunque tuviera la forma de uno; medía más de dos metros, tenía la piel grisácea y cubierta de cicatrices; los pies eran anchos como los de un elefante, con largas y mugrientas uñas que más bien parecían garras; lo más cómico de su monstruosa apariencia era una cabeza ridículamente pequeña, cubierta con una mata de pelo negro y revuelto. La criatura fijó sus pequeños y brillantes ojos en Nina, y alzó el brazo donde llevaba una porra de tamaño considerable; dando un rugido, la criatura dejó caer su mazo sobre la joven.

-¡No! –exclamó Nina, que saltó a tiempo de la roca para evitar morir aplastada, y apenas tocó el suelo se echó a correr despavorida. El monstruo gritó de rabia y salió tras ella, con pasos torpes pero lo suficientemente veloces para no perderle la pista a la desaforada chiquilla. Nina corrió entre los árboles, refugiándose de cuando en cuando tras uno para que la criatura le perdiera la pista y ganar algo más de tiempo, pero estaba ya demasiado cansada.

En su desesperada carrera, llegó hasta un claro magnífico, donde el suelo se cubría e preciosos hongos de capucha roja como los de las ilustraciones de cuentos infantiles, y ahí se detuvo para tomar un respiro. El rugido triunfal del monstruo volvió a escucharse, peligrosamente cerca, y a los pocos segundos su horrible silueta reapareció en las sombras.

-¡Oh, no! –Nina volvió a correr, dando traspiés ya que a cada paso se le aparecían rocas, arbustos, hongos y otras cosas que en la semioscuridad no pudo reconocer; la criatura corría justo detrás de ella, blandiendo su mazo peligrosamente; de pronto, Nina tropezó, y vio con horror cómo el monstruo acercaba su repugnante cara a ella, mirándola triunfalmente.

Sin saber qué más hacer, Nina tomó un puñado de tierra y se lo lanzó a la cara; mientras el monstruo ciego blandía su mazo en todas direcciones, Nina se puso de pie y corrió unos metros más, con el corazón casi saliéndose de su pecho… Y entonces tropezó. Toda ella rodó cuesta abajo por una ladera de grandes dimensiones cubierta con pasto tierno, y por fin dio de bruces con el suelo, quedando boca arriba.

Estaba acabada; sus fuerzas la habían abandonado. Nina vio cómo, a lo lejos, unas siluetas irreconocibles parecían acercársele, pero un momento después cerró los ojos y perdió el conocimiento.



A través de sus párpados vio una luz roja, parecida a la del sol; seguramente, pensó, ya había amanecido. Suspiró, aliviada y viéndose libre de su terrible sueño, se quitó de encima las gruesas mantas que la cubrían, sentándose en la cama y frotándose los ojos.

-Miren eso, ha despertado. –dijo una voz alegremente.

-Ya era hora, se la pasó roncando toda la noche. –inquirió otra voz, mucho más suave y agradable que la primera.

-Callados los dos, no ha despertado completamente aún. –replicó una tercera voz, baja y pausada como la de un anciano.

-Pero mire, está abriendo los ojos…

Nina se encontró de pronto en una especie de cueva en forma de cúpula, con las paredes de piedra lisas y talladas con detalles hogareños; frente a ella había una pequeña mesa de madera y una chimenea, y sentados junto a ésta, la miraban tres hombres de baja estatura; uno de ellos, el más anciano, tenía una barba larga hasta los tobillos, otro tenía la barba más corta y ensortijada de color negro, y un tercero estaba completamente lampiño del rostro, y su cabeza estaba adornado con hermosos rizos color azabache.

-¿Qué…? Pero… ¿cómo… cuándo…? –Nina parpadeó varias veces, mirando confundida a un lado y a otro. –Pero… pero… esto no… no puede…

El hombrecillo de la barba oscura rió.

-No se asuste tanto, señorita, está a salvo.

-Sólo estará a salvo hasta que nos diga quién es usted y qué ha venido a hacer. –replicó suavemente el anciano.

-Es que no lo sé. –exclamó Nina muy angustiada.

-¿No sabe quién es ni qué hace aquí? –inquirió burlonamente el primero que le habló.

-Sí sé quién soy. Pero no sé qué hago aquí…

-Pues necesitarás una buena explicación, porque no es de buena educación venir y dejarte caer en la entrada de nuestro hogar.

-¿Su hogar? ¡No, debe ser un error! Yo estaba caminando por el bosque cuando me atacó esta cosa…

-¿Cuál cosa, el ogro? –preguntó el anciano.

-No sé cómo se llamaba, pero era grande, feo, apestoso y traía un mazo.

-Sí, ése era un ogro. –musitó el más joven de los tres.

-Bueno, bueno, déjenla terminar. –dijo el anciano.

-Sí… -Nina se pasó los dedos por el pelo. –Entonces el ogro o como se llame me atacó y empezó a perseguirme, y me tropecé en una ladera y… y ya no sé qué más pasó.

-Bueno, pues lo que pasó fue que te caíste justo sobre la entrada de nuestro hogar. –dijo el hombre de la barba negra. –Este lugar es nuestra morada. No le conocemos, pero le vimos tan débil y vulnerable que hubimos de atender las reglas de cortesía y traerla aquí con nosotros hasta que se sintiera mejor. Ahora díganos, jovencita, ¿cuál es su nombre?

-Nina.

-¿Nina? ¿Eres una ninfa? –preguntó el jovencito.

-No seas tonto, las ninfas tienen la piel más blanca. –replicó el otro.

-Parece nombre de ninfa.

-Sí, pero no lo es…

-Callen ya los dos. –los silenció el anciano. –Qué descorteces son al discutir así frente a una invitada. Querida niña –agregó dirigiéndose a Nina. -¿cómo o porqué fue que ése monstruoso ogro, que llevaba tan largo tiempo refugiándose en la espesura de los bosques allá arriba, te atacó?

-No lo sé. Todo esto es tan extraño… -Nina hundió el rostro en las manos, angustiada. Sus interlocutores la miraron silenciosamente, hondamente desconcertados.

-Bueno, bueno. –repuso el anciano. –Lo mejor será que tomemos el desayuno, antes de que alguna otra cosa pase.

Rápidamente los hombrecillos se pusieron a trabajar afanosamente; colocaron al centro de la vivienda, en un pozo tallado en la roca, un montón de leña para crear una hoguera, y sobre ésta pusieron una especie de plato tallado para cocinar. Nina los miraba con infinita curiosidad, con los codos clavados en sus rodillas y la cabeza reposándole entre las manos.

El anciano la miró de reojo y preguntó suavemente:

-¿Sabrías decir, niña, en qué lugar te encuentras?

-Pues… -Nina miró a su alrededor. –parece una cueva… Ah, pero una muy bonita cueva, por cierto. –añadió dando un respingo por temor a haber ofendido a su extraño interlocutor. Éste, sin embargo, asintió suavemente y repuso:

-¿Y sabrías decirme ahora cómo se llama ése lugar que se extiende desde el vasto bosque en el que te encontraste hasta las grutas que aquí te resguardan?

-No… La verdad es que no. Yo estaba en casa y…

-Por supuesto que lo estabas. Todo lo que se extiende hasta las grutas es Midgard, el lugar del que tú provienes. El resto… en fin… Esto es Nidavelir, querida niña. La región donde habitan los enanos.

-Ajá… -Nina miró a su alrededor, pensando que por fin se había vuelto loca. –Nidavelir… ¿Y eso en qué parte de España está?

-¿España? –el anciano parpadeó confundido. -¿Es acaso un nuevo reino? ¿Porqué el Gran Brujo ha nombrado un décimo mundo sin avisarnos como se debía?

-No es un nuevo mundo, es un país. Miren… ¿tienen un mapa o algo?

-Por supuesto. ¡Eh, tú! –el anciano le hizo una seña al enano de barba negra. –Deja por un momento ese tizón y tráeme el mapa.

Nina esperó con los brazos cruzados hasta que el enano extendió el mapa sobre sus rodillas.

-¡Excelente! Pues como verán, España está…

Sus labios enmudecieron, sorprendidos, al ver que España ya no estaba ahí. Ni Europa, ni Asia, ni ningún lugar conocido; una especie de árbol se extendía de punta a punta en el mapa, y sobre éste, en sus ramas más gruesas, se dibujaban lo que parecían estrellas, cada una con un nombre diferente y desconocido. La muchacha palideció.

-Esto… esto es imposible…

El enano anciano se acercó a ella y señaló con sus dedos las pequeñas estrellas, explicándole:

-Mira. Aquí es donde estás ahora, Nidavelir. Sobre nosotros se encuentra tu mundo, Midgard, el Recinto Central. Debajo se extienden los peligrosos reinos de Nilfhiem y Hel. Arriba puedes ver el Utgard y Scartalfheim, y después están Alfheim, Vanaheim y, por supuesto, en la copa del Fresno puedes ver el recinto de los Ases, el Asgard.

-Pero… -Nina levantó la mirada. –Esto es imposible. Sólo… sólo son cuentos de niños…

-Bueno, si seguimos sin convencerte sólo es cosa de que regreses sobre tus pasos y quizás regreses a casa. –sentenció el enano, quitándole el mapa y enrollándolo cuidadosamente. –Ahora, a desayunar.

Aquélla fue la comida más silenciosa en la que Nina había participado; los enanos hablaban muy poco pero comían bastante, y en poco rato los platos habían quedado limpios, a excepción del de la muchacha, que pinchaba sin emoción sus huevos con guisado. Nina meditaba, asustada y triste, preguntándose cómo podría volver realmente a casa; estaba atrapada ahí, en ese falso mundo donde había tesoros escondidos en las rocas, enanos viviendo en cuevas y monstruos asquerosos de los que seguramente jamás volvería a salir librada si es que… si es que acaso lograba salir de ésas cuevas.

Suspiró, y los enanos la miraron suavemente.

-¿Qué ocurre? ¿No tienes hambre? –preguntó el más joven. Ella intentó sonreírle y murmuró:

-No, no es eso… es que…

-Extrañas tu hogar, ¿cierto? –preguntó el anciano. Nina asintió. –Pues si no sales de nuestra región es poco probable que puedas volver.

-De todas formas no podría. –se lamentó. –Ustedes no creerían cómo fue que llegué al bosque.

-Inténtalo.

-Verán, es… es algo muy gracioso. En el lugar donde yo vivo hay un archipiélago, lleno de pequeños islotes, y sobre él está un acantilado que tiene un arco de piedra grabado con runas. Entonces yo estaba jugando en el arco y lo crucé, así nada más, y cuando pasé al otro lado estaba en un sitio completamente diferente. ¿Verdad que suena ilógico?

-No. Para nada. -musitó el anciano. –No suena para nada ilógico.

-¿Ah? ¿Entonces saben cómo hacerme volver?

-Cuando una puerta ya se ha usado, no puede volverse a usar. Puedes intentar con otra, pero no te aseguro que te deje en el mismo sitio.

-Mientras sea mi época sabré arreglármelas yo sola.

-Pues entonces sería conveniente que marcharas a buscar la puerta. Claro, a menos que quieras quedarte un poco más; nuestro hogar es demasiado pequeño para alguien como tú, pero podrías acostumbrarte. Tenemos mucho que hacer aquí, ¿quisieras ver?

-Ah… Bien.

Mientras el pequeño recogía la mesa, el enano de barba negra le indicó a Nina que lo siguiera; con el corazón apretado, ella fue tras sus pasos, y salieron de la cueva. Una red de túneles, con sus techos ricamente tallados como si fueran vigas de algún templo gótico, e iluminados por sendas antorchas les indicaban el camino a seguir.

-Nosotros hacemos más que nada el trabajo de los metales. –explicaba animadamente el enano. –Desde cadenas tan poderosas como las que sostienen al lobo Fenrir, hasta hermosos collares y anillos y pecheras. Todo lo imaginable. De hecho nosotros poseíamos unas…

Nina lo escuchaba a medias; pasaban entre una serie de cavernas por las que se veían a cientos de enanos rodeando hogueras de tamaño considerable y trabajando en los yunques. Destellaban por todos lados el oro, el bronce y las piedras preciosas con las que adornaban sus artículos.

-Increíble. –susurró Nina.

-¿Te agrada? –el enano sonrió. –Muchas de nuestras magníficas obras han parado en manos de los Ases y los Vanes, como el collar de Freya y el jabalí de oro de su hermano Frey. Nosotros mismos hicimos el martillo de Thor.

-Suena igual que los cuentos que me contaban de niña. Pero mucho mejores.

-Lo tomaré como un cumplido. Ahora…

El enano la condujo hasta unas escaleras de piedra muy rudimentarias, y señaló el techo, mucho más alto de lo que Nina hubiera imaginado luego de ver a todos los hombrecillos.

-Éstas escaleras –explicó el enano. –te conducirán directo a Midgard. No te preocupes por los ogros que hay allá afuera, no se atreven a salir por la mañana; pero si necesitas ayuda de cualquier clase, quiero que tengas… -el enano tomó una piedra, hermosamente pulida y que brillaba con la luz de las antorchas. –esto.

Nina tomó la piedra, mirándola de un lado y de otro.

-Y… ¿esto de qué me va a servir?

-Gírala sobre tu mano tres veces, y obtendrás la ayuda que necesites… y que puedas obtener al momento. Son nueve los reinos que giran en torno del Iggdrasil, y no pensarás que en todos existen buenas criaturas, ten mucho cuidado con quiénes hablas.

-Muchas gracias. –Nina ya había puesto un pie sobre el escalón, cuando recordó de pronto el brazalete que había encontrado, y lo buscó entre sus ropas. –Espera, creo que tengo algo que pertenece a ustedes.

-¿En serio? –Nina extrajo el brazalete y se lo mostró.

-Mira. Creo que es suyo.

Por única respuesta, el enano lanzó un grito aterrador, con los ojos abiertos de par en par y señalando con un dedo tembloroso el objeto dorado. Nina parpadeó completamente confundida.

-¡Pero… pero eso es… no me digas que no sabes lo que es! –farfulló el enano histéricamente.

-Pues… es un brazalete, y me imagino que es de ustedes.

-¡Nuestro! ¡Lo fue alguna vez, pero se lo obsequiamos! ¡Se lo obsequiamos al Gran Brujo!

-¿A quién?

-¡No me digas que tampoco sabes quién es el Gran Brujo! –el enano parecía estar al borde de un colapso. -¡Pues es nada menos que el rey de los Ases! ¡El jinete de Sleipnir! –como Nina seguía sin comprender, el enano vociferó la última palabra tan alto que todos los enanos salieron de sus grutas para ver la causa del alboroto. -¡Odín! ¡Odín, niña! ¡No me digas que no sabes quién es porque…!

-¡Calma! ¡Basta ya! –chilló Nina. –No sabía que era su… su brazalete… Hmm… -contempló el objeto con mucha curiosidad.

-¡Pero niña! ¡Lo que has hecho…!

-Yo no lo robé. Lo encontré en una piedra. Y luego ese ogro gigante…

-¡Por eso te perseguía la bestia! ¡El brazalete fue robado! –el enano tuvo que sentarse en los escalones para evitar irse de espaldas. –El brazalete de Odín fue robado y entregado a un ogro, desconocido por nosotros hasta ahora, para evitar que pudieran recuperarlo. Y tú lo has hecho.

-¿Y quién lo robó? –preguntó Nina. Hubo un silencio incómodo en las grutas, y los enanos se miraban mutuamente con cierto rencor y miedo en los ojos.

-No decimos su nombre. –explicó su interlocutor. –Es entre nosotros algo menos que un hombre y más que un monstruo. Sólo podemos decirte que no es ni un humano ni un As. Es más bien… una criatura sin hogar.

-Es proscrito entre nosotros desde aquél incidente… -dijo un enano rechoncho y pelirrojo. –Hubiéramos obtenido de él su despreciable cabeza si no nos hubiera jugado una mala treta.

-No imaginábamos que tuviera la osadía de venir al Recinto Central a confiarle tan bella reliquia a un ogro baboso y horrible. –repuso el enano que acompañaba a Nina. –Pero ahora que lo has recuperado, es tu deber ir a Asgard y entregárselo a su legítimo dueño. Si lo haces, quizá te ayude a volver al lugar del que sea que vengas.

-Eso sería maravilloso… pero no tengo idea de en dónde está Asgard.

-¡Eso es cosa fácil! –sonrió el enano. –Camina en línea recta hasta el océano, no está muy lejos de aquí si bien lo recuerdas, y espera a ver, en una enorme peña que destaca sobre el bosque al Bifrost.

-¿Al qué?

-Cascarrabias. –se lamentó el enano. -¡El Bifrost, niña! ¡El puente arco iris que lleva directo a Asgard! Y cuando lo veas sube por él y no te detengas hasta que veas el recinto de los Ases. No hables ni te acerques a nadie hasta que estés ahí. ¿Lo has entendido?

-Entiendo. Sí.

-Entonces vete ahora, querida. Te acompañaría, pero a los enanos nos hace mucho mal salir durante el día. –el enano le dio una palmadita amistosa en una rodilla. –Hasta pronto, hija del Recinto Central, y cuídate mucho.

-Adiós. –Nina hizo un gesto de despedida con la mano, respondida por todos los enanos que habían salido de sus grutas, y caminó peldaño tras peldaño; unos metros más adelante, cuando la luz se volvió más débil y el rumor de los enanos dejó de escucharse, Nina encontró una especie de puerta tallada en la roca. La empujó con ambas manos y una luz resplandeciente la cegó.

Alargó las manos y tocó el pasto tierno; salió de la gruta y cerró la puerta tras de sí. Una vez más, estaba en el bosque, ahora bellamente iluminado por el sol matutino.

-Bueno, -suspiró. –aquí vamos otra vez.

1 comentario:

Reinhardt Langerhans dijo...

Oh My Odin!

Creo que ni modos... Nina ya se quedó atrapada en la realidad de los 9 reinos del Yggdrasil [que te cotorreo que antes de tu cuento sí tenía una noción de ello. Bendito Metal escandinavo xD]
Aunque, creo que ya se lo veía venir xP Si yo fuese ella, me quedaría en posición fetal un buen rato D: Digo... me alejé de casa, casi me mata un condenado troll enorme y ahora debo subir un arcoiris xP

Buena narración, con la ligereza adecuada para el joven lector. Nada muy denso, pero tampoco muy vano. Ideal para después de un martes cansado :D

¡Saludos, Lobita!
Y éxito en la Uni \m/