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lunes, 18 de junio de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (cap.4)

4


EN EL FONDO DEL MAR

La luz del atardecer brillaba magnífica en el cielo, tiñendo de rojo sangre las doradas nubes que se paseaban por encima de la pacífica ciudad. Los guardias se apresuraban a encender las gigantescas antorchas, y mientras tanto, en una magnífica y pequeña habitación perfumada, Nina estaba sentada frente a un espejo, cepillándose el cabello para acomodárselo en una trenza; le encantaba todo aquello, desde la habitación hasta su ropa que parecía digno de una princesa medieval, con su delicado bordado dorado en brusco contraste con el azul pálido de la tela.

Mientras terminaba de trenzarse el cabello, escuchó un graznido en la ventana; dándose vuelta vio a uno de los gigantescos cuervos de Odín, que parecía hipnotizado con los ojos clavados en ella.

-¿Qué, ahora también me espías? –preguntó la joven. El animal ni siquiera parpadeó; Nina tuvo la sensación de estar frente a una persona de gran autoridad que la juzgaba silenciosamente por una travesura. –No voy a salir a buscar nada. No sé pelear, no sé encontrar objetos mágicos en mundos mágicos… sé que despertaré de un momento a otro, ¿sabes? Y entonces yo… yo… -se miró al espejo, brevemente, antes de añadir: -No estoy soñando, ¿verdad?

En el espejo se reflejaba el cuervo, que negaba significativamente con la cabeza. Nina lanzó un sollozo de frustración.

-¡No es justo! –susurró. –Yo no he hecho nada para merecerme este… este… castigo… Ojalá jamás hubiera cruzado el estúpido arco, ¿porqué demonios lo hice, porqué? Mi abuela me lo había advertido, “jamás cruces un arco”. No quise escucharla, creí que estaba loca… ¡Quiero irme a casa! –y ocultó la cara en las manos, dejando el llanto correr libremente por sus mejillas. Estuvo así casi cinco minutos, sin que el cuervo dejara de mirarla tranquilamente, apenas agitando un poco sus plumas; finalmente, Nina se limpió las mejillas con un pañuelo, esperando que nadie notara que había llorado, y se puso lentamente de pie, dirigiéndose con paso firme a la puerta. El banquete comenzaría muy pronto.

El salón rebosaba algarabía. La enorme mesa estaba cubierta de deliciosos platillos y adornos exquisitos, aunque algo extraños a los ojos de la jovencita, que se paseaba entre la multitud de dioses (no podían ser otra cosa, se dijo), todos vestidos con sus mejores galas e intercambiando chistes y anécdotas con todos quienes estuvieran a su lado; los criados cruzaban como flechas entre ellos, disponiendo todo de tal modo que, cuando el sol comenzaba a ocultarse y Nina empezaba a sentirse mareada por el hambre, todos los comensales tomaron su asiento y se prepararon para atacar los manjares. Había de todo un poco: dos enormes jabalíes dominaban la escena, seguidos por las aves, los pescados, las semillas (Nina se quedó algo sorprendida de ver aquéllos platos llenos de lo que parecían ser granos de trigo olorosos a aceite y que humeaban suavemente como si acabaran de salir de algún horno) y también las frutas, con manzanas a reventar en diferentes presentaciones, desde la humilde manzana fresca hasta pasteles rellenos con éstas y manzanas cocidas cuya dulce fragancia parecía enloquecer a todos. Había también una bebida que la joven no conocía, y que los criados sirvieron en copas de tamaño espectacular a los presentes.

-Ah… -Nina miró con desconfianza su copa, echándole una ojeada a la feliz multitud. –No sé si deba…

Una muchacha, alta y preciosa de largos cabellos rizados y rubios, se percató de su presencia y preguntó:

-¿Qué te sucede, no te gusta el hidromiel?

-Eh, ¿el qué?

-El hidromiel.

-Yo… es la primera vez que lo veo.

-Hmm… Cierto. –la muchacha suspiró. –Creo que es la primera vez que yo te veo aquí. No te preocupes por la bebida, criatura, no es tan mala y sólo en grandes cantidades podría llegar a embriagarte.

Nina suspiró, abatida, y se llevó la copa (más pequeña, por cierto, que la de los demás) y bebió un pequeño trago. Le gustó el sabor, y dejó la copa a su lado mientras se servía un poco de jabalí. Se sentía tan contenta que se preguntaba si de verdad aquello no era un sueño, las personas platicaban entre sí con gran alegría y cordialidad, la comida era suntuosa y magnífica, al fondo de la sala se escuchaban los músicos que con sus instrumentos (algunos desconocidos para Nina) amenizaban aún más la reunión. Y al frente de todos, riendo con todos como si no hubiera nada por lo cual preocuparse o sentir miedo, estaba Odín; a su lado estaba una mujer hermosa, cuyos cabellos parecían lanzar destellos de luz, y que también reía junto a un joven que a Nina le pareció terriblemente apuesto; tenía la faz blanca, verdaderamente blanca, los ojos destellaban dicha y bondad, su risa era sonora pero agradable, y vestía de una forma tan exquisita que a la joven no le quedó duda que aquél era un príncipe. El joven tan apuesto pareció percatarse de la mirada insistente de Nina a distancia, y dirigió sus ojos a ella; Nina se sintió cohibida, y sus mejillas se encendieron, cosa que empeoró cuando el joven sonrió.

Por fortuna en ése instante, la música y la plática se interrumpieron cuando Odín se puso de pie, copa en mano, y anunció solemnemente:

-Amigos míos, hermanos míos, grandiosos señores y distinguidas señoras, Ases y Vanes tan queridos y apreciados, esta noche una luz más poderosa que la de la misma Luna nos alumbra, y llena nuestros corazones de alivio y esperanza en éstos días de incertidumbre y oscuridad. Aún el fuego más poderoso e indomable puede encontrarse con una poderosa ola fresca que le arrastra y le controla, y aún la noche más negra tiene estrellas humildes como alivio de su siniestra sombra. Hoy deseo brindar no sólo por la esperanza y la luz, sino por quien nos ha traído estas dos cosas tan preciadas representadas en algo tan banal en comparación como un brazalete. Brindemos, amigos y hermanos, por nuestra distinguida invitada, la hija del Recinto Central, la valiente Nina.

Todos dirigieron su mirada al pequeño punto donde estaba sentada Nina, que terminaba de mordisquear el ala de un faisán; al notar las caras de los dioses ella dejó el ala por la paz, sintiéndose atemorizada, y apenas logró medio sonreír cuando todos levantaron sus copas hacia ella.

-Por la valiente Nina. –dijeron a coro.

-Por Nina, la estrella portadora de la esperanza. –continuó el rey. –La valerosa aventurera que ha de devolver a Asgard sus preciosas reliquias, y por la poderosa ola del océano del Recinto Central que apagará el mortal incendio del señor del Fuego.

Hubo un segundo brindis, y Nina se revolvía nerviosa en su asiento sin saber qué decir ni qué hacer. Lo mejor, pensó mientras todos tomaban asiento y la algarabía regresaba al mismo tiempo que llegaban los exquisitos postres a la mesa ya casi desnuda de sus platillos, era esperar a que todos durmieran, tomar sus cosas y marchar, ¿a dónde? De regreso a su propio mundo, y buscar ahí una manera de regresar a casa. Tomó su porción de postre y mantuvo la vista clavada al plato, sin desear ni siquiera volver a mirar al apuesto y rubio muchacho que tan simpático le había caído.

-Fue un precioso banquete. –dijo de pronto una voz grave y dulce. Nina levantó la mirada y se encontró de frente con aquél apuesto joven. Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo entero, y apenas atinó a decir:

-Sí… ¡sí! Precioso.

El joven le sonrió, y Nina volvió a sentir que sus mejillas se coloreaban.

-Una lástima que no estuviéramos todos aquí. Le habría encantado aún más.

-¿No todos? ¿Quiénes faltan?

-Mi hermano, Thor. –el joven señaló un asiento vacío al lado de Odín. –Sólo ha venido su esposa, y se ha retirado pronto. Pobre, está muy angustiada.

-¿Dónde está él?

-Se cansó de esperar a que alguien trajera de vuelta a casa las reliquias, y se marchó a buscar su martillo. Sin él, hay aún más posibilidades de que las cosas en Asgard sigan muy, pero muy mal.

-Pero si él recupera su martillo, ¡entonces no habrá necesidad de que yo…! –pero Nina se interrumpió bruscamente al ver la expresión de desasosiego en el rostro de su interlocutor.

-No es cosa fácil. Sin su martillo, Thor es tan vulnerable como tú, querida amiga.

-Entonces no hay esperanza. –se lamentó.

-¡Oh, pero claro que la hay! Si no la hubiera entonces mi padre jamás habría convocado a los Ases y los Vanes para que esta noche en asamblea te obsequiaran los objetos que necesitarás para tu viaje.

-Pero yo… no puedo hacerlo. –dijo Nina, con los ojos llenos de horror. –No sé luchar contra monstruos gigantes, no tengo magia, ni inteligencia, ni fuerza. Antes de que logre dar un paso afuera seguro que me hará pedazos otro ogro o alguna otra cosa… Lo siento mucho, pero lo del brazalete fue pura suerte.

-La suerte no existe. Las nornas ya han trenzado tu futuro, y en él debieron ver algo realmente brillante; de otro modo, jamás habrías llegado aquí.

-¿Tú lo crees?

-¡Por supuesto! Lo veo en tus ojos. –Nina sintió cómo se sonrojaba cuando los ojos del muchacho (más azules que el cielo mismo) se posaban en los de ella. –Confío en que cuando todo termine, nos veremos de nuevo, pero en un banquete diez veces mejor, porque la felicidad y la paz estarán restauradas.

-Sí. A mí también me gustaría.

Los comensales, uno a uno, se pusieron de pie y abandonaron el salón, no sin antes despedirse del rey, de sus amigos más cercanos, y todos le dedicaron a Nina reverencias y gestos de cariño. La muchacha sintió cómo temblaban sus rodillas; el joven le dijo adiós, dándole un beso en la mano.

-Hasta pronto, querida lady Nina.

-Hasta pronto, eh…

-Balder. Mi nombre es Balder.

-Balder. –repitió ella, sonriendo radiante. Balder se retiró silenciosamente al lado de la hermosa mujer de cabellos brillantes que había estado sentada junto a Odín, y Nina desapareció por otra puerta, acompañada por una criada.

Nina tardó largo rato en conciliar el sueño. Apenas llegó a su recámara, se sentó frente a la enorme ventana, mirando la tranquila ciudad iluminada por las antorchas, y el bosque silencioso en la distancia; era una vista tan magnífica que la joven apenas podía creer que fuera verdad, y duró tanto tiempo contemplándola que hasta olvidó todo lo referente a las reliquias y a su futuro viaje, y sólo se metió a la cama (la cama más deliciosa en la que jamás hubiera dormido) cuando sintió que sus párpados se entrecerraban a cada instante.

Tuvo sueños extraños, inquietantes. Soñó con el bosque que conducía al hogar subterráneo de los enanos, con el gigantesco arco, incluso le pareció ver, mezclado en ésas imágenes idílicas, al asqueroso ogro que la había perseguido; luego, soñó con el Bifrost, cómo lo cruzaba, tranquila, de regreso a Asgard, llevando en un saco las reliquias de los dioses y canturreando de felicidad, porque por fin, en cuanto aquéllos objetos estuvieran en el palacio, ella regresaría a casa, y sería feliz… Pero entonces, el sueño se interrumpía bruscamente; el Bifrost se convertía en un simple puente de piedra, demasiado desgastado y mal hecho, y Nina veía cómo se desmoronaba a sus pies, cayendo a fragmentos en un mar agitado y oscurecido, pues unas nubes de tamaño imposible ocultaban por entero el sol y cualquier rastro de su luz. Nina corría, intentando librar aquélla mortal trampa, abrazando con fuerza el saco como si la vida se le fuera en ello, buscando el final del puente, pero como éste se despedazara a gran velocidad, temió que el tramo final estuviera ya destruido. Siguió corriendo, hasta que un pedazo del puente falló bajo su pie derecho, haciéndola tambalearse y caer boca abajo en la roca; el saco donde iban las reliquias se le escapó de los brazos y fue a parar al océano. Nina lanzó un grito de espanto, al mismo tiempo que escuchaba una risa horrible, malvada, estridente, que parecía burlarse de su desgracia en algún lugar peligrosamente cercano a ella, aunque no lograba ver a nadie más en medio de ése desastre.

Entonces, el puente se fracturó, y Nina cayó al océano lanzando un desgarrador grito de terror. Pero jamás llegó a tocar el agua, sino que se hundió en una profunda oscuridad, tan silenciosa y quieta que le dio miedo. Tuvo una sensación extraña, como si algo muy grande o muy fuerte estuviera aplastándole el pecho, dificultándole respirar; Nina luchó contra aquélla sensación, aunque sus miembros apenas respondían, y en medio de su angustiosa pelea creyó ver, frente a ella, unos ojos grandes de color verde que la miraban con una mezcla de pavor y de odio infinito… eran los ojos más terribles que jamás hubiera visto, y sintió tanto miedo que ella cerró sus propios ojos para no tener que contemplarlos más y lanzó un grito de auxilio.

Oyó como si algo muy pesado cayera y se hiciera añicos, y entonces la oscuridad se disolvió y la presión desapareció. Nina abrió los ojos lentamente, y se encontró en su habitación del palacio, completamente sola, a excepción del cuervo gigantesco que revoloteaba haciendo un ruido de espanto con sus alas, moviéndose como si estuviera persiguiendo una presa invisible. El cielo aún estaba ligeramente oscuro, pero se notaba cómo muy pronto empezaría a amanecer.

Nina se incorporó en la cama, llevándose una mano al pecho y respirando entrecortadamente; aún tenía la sensación de que algo había estado apretando su cuello y su tórax, y le costó varios minutos tranquilizarse y respirar con normalidad. Entonces, un segundo cuervo entró como flecha por la ventana abierta y se posó sobre las rodillas de Nina. Llevaba un pequeño rollo de pergamino en el pico.

-¿Pero qué es esto, amiguito? –preguntó ella, tomando el rollo y desenvolviéndolo. Era una nota que, escrita con letras claras y firmes como si fueran de molde, recitaba:

Ve al salón del trono antes del amanecer.

Nina dejó a un lado la nota, acarició el cuerpo sedoso del cuervo, éste levantó suavemente el vuelo y la joven saltó del lecho, lista para vestirse. Se preguntó qué debería usar mientras abría el ropero, y se encontró con la respuesta más obvia al ver, a un lado de sus ropas normales, una especie de vestido con mangas largas y falda corta por encima de las rodillas, de un precioso color verde oscuro y bordado de plata en los puños; unas botas de piel y una capa larga y negra completaban el cuadro.

Nina se vistió rápidamente, se volvió a trenzar el cabello y le dirigió una mirada de nostalgia a su habitación; tenía la sensación de que, quizá, jamás volvería a verla. Luego dirigió rápidamente sus pasos hasta el gran salón que viera la primera vez que entró al palacio, mientras el cielo se aclaraba un poco más.

Odín se encontraba de pie, acompañado por sus dos preciosos lobos que se paseaban alrededor del trono, y al mismo tiempo que Nina llegaba a su presencia aparecieron revoloteando los dos cuervos; uno de ellos se apoyó sobre el hombro del rey y acercó su pico al oído de éste, como si le susurrara algo; Odín pareció conmocionado por lo que fuera que le dijera el cuervo, y Nina lo escuchó murmurar:

-¡Imposible! ¿Y qué ocurrió luego? –el animal volvió a acercar su pico, y el rostro del rey se relajó. –Bien hecho… -luego dirigió su mirada a la joven, que esperaba con las manos entrelazadas. –Nina, tu misión se trata de un verdadero peligro no sólo para ti, sino para toda criatura viviente en los Nueves Reinos. Dependerá de tu astucia y velocidad que éste peligro desaparezca lo más pronto posible, pero claro está que recibirás toda la ayuda posible. Ven aquí.

La joven se acercó lentamente a él, con los ojos anhelantes. Temblaba de miedo, pero también de emoción. Odín tomó del trono lo que parecía ser una botellita llena de un líquido rojo tan brillante como la sangre.

-Éste es un cordial, será útil para curar las heridas que quizá recibas en este viaje. Y aquí –tomó una daga, cuyo mango estaba maravillosamente tallado y representaba a un lobo con las fauces abiertas. –está una de tus armas. Cuídala bien, pues tu vida dependerá de ella. También necesitarás esto –le entregó ahora una aljaba y un arco. –y esto también –tomó dos pequeños saquitos de cuero, uno de color rojo oscuro y el otro café. –el saco rojo contiene unos polvos especiales, que deberás espolvorear sobre las reliquias en cuanto las encuentres, y así ellas volverán al palacio sanas y salvas, y sin que tú te arriesgues a tenerlas contigo durante largo tiempo. En este otro saco hay unas piedrecillas mágicas, deberás arrojar una por cada fogata que enciendas sin dilación de ninguna clase.

-¿Porqué, señor?

El rostro de Odín pareció ensombrecerse.

-El fuego escucha, Nina. –la joven no entendió lo que acababa de decirle; luego recordó lo que le había contado de las reliquias y del misterioso Loki, que tenía poder sobre el fuego, y un escalofrío le recorrió la espalda al mismo tiempo que, de una forma inquietante, volvía a sentir la violenta presión en el pecho. –Y por último, necesitarás una de éstas…

Nina sintió que las rodillas se le doblaban al ver una espada; no era como las que aparecían en las películas de caballeros ni las que se exhibían, viejas y oxidadas, en los museos. Era una espada auténtica, brillante y pulida, larga y afilada, con su mango exquisitamente adornado con rubíes y zafiros, guardada en su funda.

-Pero, señor, yo no sé… cómo… -murmuró Nina.

-No te preocupes por eso. Recuerda que ninguno de estos objetos son comunes, poseen su propio sortilegio, y mientras dudes ellos sabrán cómo actuar. Cuando el tiempo pase, y te acostumbres a portarlos y a utilizarlos, entonces su sortilegio se desvanecerá y serán verdaderamente tus armas, y no habrá criatura en ningún mundo que se atreva a enfrentarte. ¿Lo has entendido?

La joven asintió.

-Ahora… Aquí tienes un mapa. –Odín le entregó un mapa muy parecido al que tenían los enanos. –Deberás ir de un mundo a otro en busca de las reliquias; habrá peligros, y por eso hemos puesto a tu disposición las mejores armas y sortilegios para protegerte. ¿Has comprendido?

-Sí, señor. –asintió.

-Ten cuidado, Nina. No todas las amenazas aparecerán en forma de monstruos terribles; no confíes en nadie, por más amistoso o galante que parezca. Vamos.

Los dos cruzaron el salón y llegaron hasta las puertas principales. Ahí los esperaban dos guardias.

-Abran la puerta. –les ordenó Odín. –Naturalmente cruzar los mundos es una tarea ardua, y por lo tanto necesita de alguien que pueda moverse a gran velocidad entre ellos.

-¿Ah, sí? –la puerta se abrió, y Nina escuchó un relincho poderoso. Esperó ver algún corcel, probablemente alado como los que aparecen en pinturas mitológicas, pero nada podría haberla preparado para ver a la criatura que sujetaba diligente un pequeño criado.

Era un caballo de tamaño impresionante, de color gris y con largas crines negras y sedosas; llevaba la cola adornada con ricas trenzas atadas con lazos de oro y sus cascos parecían estar cubiertos del mismo material; era una bestia magnífica en todo sentido, desde su cuerpo grande y musculoso hasta su brida dorada y su silla de montar forrada de terciopelo. A Nina le pareció divino, hasta que notó algo extraño. El sonido que producían sus cascos parecía demasiado ruidoso, como si fueran dos caballos los que golpearan a destiempo en el suelo, y cuando dirigió la mirada a sus poderosas patas tuvo que ahogar un grito de sorpresa. El caballo tenía ocho patas, largas, fuertes y delgadas.

-¡Dios mío! –exclamó ella. -¿Qué es eso?

-Ese es mi corcel, Sleipnir. –dijo Odín. –No encontrarás un mejor caballo en los Nueve Reinos, es tan veloz como el pensamiento mismo y no necesita cabalgar sobre tierra firme. Te lo presto, para asegurarme de que llegues pronto y a salvo a tu destino. Lleva en sus alforjas suficiente comida y agua para ambos, pero tienes que ser precavida.

-Claro… claro. –musitó Nina. Aún contemplaba con sorpresa las ocho patas que se movían sin cesar.

-Adelante. –los dos se acercaron al corcel, que dejó de patear y bufar y miró fijamente a los recién llegados. Odín alargó una mano para acariciar el hocico de Sleipnir, y luego, primero con temor y luego con más firmeza, Nina tomó entre sus dedos las largas crines, también adornadas con trenzas doradas, y le sorprendió lo suave y cálido de su tacto. La criatura relinchó suavemente.

-Bien. Ahora, Nina, comienza tu viaje. Recuerda las instrucciones que te he dado, ten mucho cuidado y… Te deseo suerte.

Nina inclinó levemente la cabeza en dirección a Odín, que le respondió con un gesto similar, y luego la joven tuvo que subirse a Sleipnir. No era tarea sencilla, porque el animal era de un tamaño mayor al de los caballos normales y porque francamente, Nina jamás se había montado a un caballo, excepto a un poni cuando tenía como cuatro años y casi no lo recordaba. Sleipnir esperó pacientemente a que la muchacha lograra, por fin, dejar de hacerse un lío con las riendas y el asiento, y cuando por fin estuvo sentada en la postura correcta, tomó suavemente las bridas y miró al frente, por entre las orejas del caballo.

-Bueno… Y ahora… ¿qué hago? –Nina estaba materialmente clavada al asiento, sin saber ni qué hacer, con las manos agarrotadas aferrando las riendas como si de ello dependiera su vida, y mirando cómo el sol comenzaba, débilmente, a aparecer en el horizonte. Sleipnir golpeó sus cascos, sacándola de su ensimismamiento. –Eh…

Nina golpeó suavemente con sus talones los costados de Sleipnir; el animal relinchó con fuerza y, para su gran espanto, se paró en sus cuatro patas traseras.

-¡No hagas eso! –exclamó, sujetándose con todas sus fuerzas; el caballo se colocó nuevamente en sus ocho patas y echó a correr hacia las escaleras. Nina esperó sentir el golpeteo cuando Sleipnir bajara los peldaños, pero éste jamás sucedió, ellos simplemente seguían avanzando en horizontal, y luego, lentamente, ascendieron.

-Sleipnir, ¿qué…? ¡AAAAAH!

Acababa de descubrir que no cabalgaban sobre el suelo, sino en el aire. Sleipnir se movía a una velocidad increíble, cruzando como si nada las nubes a su alrededor, como siguiendo lo que quedaba de la noche mientras a sus espaldas se alzaba radiante el disco solar; Nina se aferró a las riendas, mirando sorprendida de un lado a otro mientras algunas aves cruzaban veloces a su alrededor; los dos cuervos reaparecieron, y graznaron alegremente junto a ella. Sleipnir siguió su cabalgata, el cielo empezó a volverse de un hermoso color rosa y después azul, y Nina disfrutaba el paseo, deseando jamás dejar de cabalgar en medio del cielo de la mañana.

Las aves se dispersaron, los cuervos dieron la media vuelta y se escabulleron entre las nubes; Nina escuchó una especie de murmullo y pudo ver, cientos de metros por debajo de ella, el océano. ¿Aún estaban en Asgard o aquello ya era otro mundo? El ruido de las gaviotas fue su respuesta. Estaba de vuelta en Midgard, en casa.

Sleipnir relinchó con más suavidad, y se lanzó como una flecha hacia el mar, Nina tuvo que abrazarse a su cuello para no resbalarse, y unos metros antes de estrellarse contra el agua el caballo volvió a posicionarse y cabalgó a la misma velocidad. Las olas se agitaban rítmicamente a sus pies, y para gran asombro de la joven, podían verse, debajo, las siluetas de grandes animales marinos. A lo lejos, en ése mar gris y frío, escuchó el llamado profundo de las ballenas, y justo debajo de ella vio emerger un pequeño ballenato de color azul oscuro, que echaba largas bocanadas de agua por su espiráculo.

-Increíble… -musitó, sonriente, antes de que Sleipnir se elevara un poco más, dirigiéndose a gran velocidad a lo que parecía ser el norte del mundo. Poco a poco dejaron atrás a las ballenas, y aparecieron en el horizonte grandes bloques de hielo, que contrastaban magníficamente con el sol, que se reflejaba más allá. Amanecía apenas en casa, pensó la joven, y sintió una punzada de nostalgia.

El aire se tornó más frío; Nina se echó encima la capucha de la capa, esperando que Sleipnir no la llevara hasta los polos; sintió alivio al ver cómo, apenas aparecieron unos pequeños copos de nieve, el caballo descendió a tierra firme, con tanta suavidad como un ave, y sus cascos se hundieron en el hielo y la nieve.

Caballo y jinete trotaron hasta el final de un acantilado, muy parecido al que tenía en su cima el misterioso arco de piedra, e incluso se veían, no muy lejos de ahí, un bosque de abetos. Debían encontrarse, pensó Nina, en alguna parte al norte de Europa o de América, pues aunque hacía frío y había nieve, no estaba del todo congelado.

Nina desmontó a Sleipnir, quien agitó sus crines con fuerza y empezó a andar de un lado a otro, tranquilo, sin rumbo fijo.

-Sleipnir, no hagas eso. –ordenó ella. –Debemos buscar las reliquias.

Empezó a escarbar debajo de la nieve, buscando cualquier objeto que pudiera parecer valioso. No encontró nada, excepto algunas piedras y, si acaso, los primeros brotes de pasto de la temporada; dirigió una mirada al bosque, no le parecía demasiado grande ni profundo, y se encaminó a él para entrar y buscar ahí. Miró los grandes abetos escarchados, tratando de escuchar cualquier sonido que indicara vida en aquél bosque, porque si de veras los objetos estaban en manos de otros monstruos (su mano derecha se sujetó al mango de su espada con mucha fuerza) entonces era probable que aquéllas criaturas anduvieran por ahí, vagabundeando igual que el ogro, y seguro que harían un ruido espantoso con sus patas o dejarían huellas en la nieve. Se metió al bosque, dudando, buscando huellas.

Caminó durante un buen rato, el suficiente para que la débil niebla de la mañana se disolviera, esperando hallar señales de vida. Encontró nidos de aves en las partes más bajas de los árboles, pero los nidos estaban abandonados, congelados y algo destrozados; llegó a una cuevecilla y se asomó, discretamente, a su interior, procurando ocultarse entre las rocas que estaban a su entrada; tampoco había nada, aunque el lugar daba la sensación de haber guardado alguna vez un oso o dos, por las marcas de rasguños que había en las paredes. Nina continuó su caminata, y encontró vestigios de lo que, quizá, alguna vez fueron casas de humanos, casas hechas de madera y muy toscas, pero de quienes las habitaron no había rastro alguno. Le alegraba no haberse encontrado aún con ninguna criatura, pero aquélla aparente soledad comenzaba a inquietarla, no parecía normal en absoluto. ¿Qué hacían ahí esas casas, esos nidos y esas cuevas si, al parecer, nadie las había habitado? O quizá (y la joven se estremeció al pensar en ello) hubo, hace no mucho tiempo atrás, muchas criaturas viviendo en ése bosquecillo, y de alguna forma misteriosa, éstos se habían marchado.

-Pero, ¿a dónde? –pensó ella. –Estamos rodeados por el mar, y más allá sólo ha icebergs y montañas enterradas en nieve… ¿a dónde se fueron todos? A menos que algo… o alguien… se los hubiera llevado.

Dando un gritito de horror ante ésa oscura perspectiva, Nina volvió sobre sus pasos, y no se sintió aliviada sino hasta que se encontró con Sleipnir, que parecía muy entretenido en querer desenterrar algo de la nieve.

-Sleipnir, ¿qué haces? –preguntó Nina, acercándose. El caballo golpeteaba la nieve como tratando de sacar algo, y Nina se inclinó para ayudarlo. Hundió los dedos en la nieve y escarbó apenas unos centímetros cuando se topó con algo, algo frío, delgado y extrañamente pulido al tacto. El corazón de la joven se aceleró.

Nina escarbó aún con más fuerza, hasta que vio entre la nieve un delicado destello dorado; anhelante, hundió los dedos en la nieve aún más, buscando el final de aquél objeto, que parecía alargarse entre más excavaba. Al cabo de unos minutos, y con las manos entumecidas, la joven dio con una tremenda boca, que era en lo que terminaba aquélla cosa; la boca estaba bloqueada por la nieve, y Nina tuvo que sacarla toda para poder alzar el objeto. Cuando lo hizo, notó que se trataba de un cuerno, largo y pesado, que parecía hecho de oro puro; tenía talladas varias runas y hermosos relieves decorativos, y para poder cargarlo estaba atado a un cinto de cuero grueso.

-Éste es… debe ser… -Nina intentó colgarse el cuerno al hombro, pero con la aljaba eso le causaba molestia, y prefirió atarlo a la alforja de Sleipnir. De pronto, recordó lo de los polvos mágicos. -¡Ah! Casi lo olvido.

Desató el cordón del saquito de cuero rojo y miró a su interior. Era un polvo negruzco, aparentemente sin ningún valor, pero a la luz eran visibles sus destellos, verdes y violetas, y además despedía una fragancia deliciosa, que sólo había olido en el interior del palacio. Se dispuso a tomar un pellizco de los polvos cuando, de pronto, sintió como si la tierra temblara bajo sus pies.

-¿Qué…?

Sleipnir de pronto relinchó y se encabritó bruscamente, tratando de alejarse lo más posible del borde del acantilado. Nina lo sujetó de las riendas, intentando controlarlo; el mar se agitaba de una manera especialmente violenta, pero el cielo estaba en total calma, descartando la posibilidad de que se tratara de una tormenta. Aún así, Nina sintió una inquietud en el pecho, y de pronto deseó también marcharse lo más aprisa del lugar.

De pronto, se escuchó un estertor, como si algo rugiera debajo del agua. Nina, aún atrapada a las riendas de Sleipnir, miró de un lado a otro, buscando la fuente del sonido, esperando ver salir, de pronto, algún monstruo o criatura fuera de lo común. El estertor continuaba, cada vez más fuerte, más cercano, más amenazante…

Hubo un instante de silencio. Y luego… una ola enorme rompió a los pies del acantilado, y de ésta broto, primero, una especie de roca de tamaño casi similar al del acantilado, y justo detrás de ella apareció un cuerpo largo y delgado, pero gigantesco, que rodeó el acantilado formando un arco. Nina miró, mitad sorprendida, mitad atemorizada, aquélla misteriosa criatura. El ser rodeó con su cuerpo el acantilado, pasando incluso por encima del bosque de abetos, y para gran sorpresa de la joven, su enorme cuerpo se abrazó al acantilado, haciéndolo temblar; la criatura se apretaba más y más fuerte, y los abetos debajo de su cuerpo se aplastaron, y el suelo empezó a resquebrajarse.

-¡Lo va a romper por la mitad! –gritó Nina, quien saltó veloz a la seguridad del lomo de Sleipnir; el animal retrocedió lleno de pánico, a tiempo justo para evitar caer, pues el monstruoso ser marino acababa de logar su objetivo, y la mitad del acantilado se hundía a increíble velocidad en las turbulentas aguas. El grito de miedo de Nina fue inaudible a causa del estruendo provocado por el mar. Y entonces, entre las aguas revueltas, reapareció la cabeza de la temible criatura; era un rostro horrible, plano y afilado, con largos colmillos que sobresalían de su boca. Era una serpiente marina, pero era la serpiente marina de mayor tamaño y fuerza de la que Nina hubiera oído jamás. Recordó de pronto, como en un sueño, una historia sobre una serpiente, tan grande que su cuerpo entero podía rodear el mundo…

-Es… la serpiente del Midgard. –musitó, mirando fijamente aquéllos ojos horribles, mientras la serpiente alzaba un poco su cuerpo por encima del tumultuoso océano. Su horrible boca se abrió, mostrando una hilera de afilados colmillos y su larga lengua bífida, con la que hacía aquél sonido tan horroroso que tanto la había desconcertado. Su largo y escamoso cuerpo se dirigió veloz hacia Nina y Sleipnir, con las fauces abiertas de par en par; el caballo dio un salto, y quedó estático en el aire, varios metros por encima de la cabeza de la serpiente, quien chocó de frente con la nieve. Sacudiendo su cabeza, el animal dirigió su mirada al cielo, y se aventuró a embestirlos una vez más; Sleipnir dio un nuevo salto, y la criatura bufó, furiosa. Un destello asesino cruzó su mirada.

-¡Vámonos! –exclamó Nina, hundiendo sus talones en los costados de Sleipnir. El caballo echó a correr, pero la serpiente de Midgard no perdió de vista a su presa, y a cada instante hacía un nuevo intento de atraparlos entre sus horripilantes colmillos. Nina azuzaba aún más al corcel, que piafaba y corría de un lado a otro, pero rodeados como estaban por el mar eran presas vulnerables, por más que se elevaran.

Entonces, Nina fijó su vista en un lejano iceberg. Era demasiado alto y ancho, además de increíblemente grueso, y entonces una idea le cruzó por la mente.

-¡Sleipnir! –gritó por encima del eco del mar y de los bufidos de la serpiente. -¡Ve hacia allá, rápido!

Sujetó las riendas y las movió para que la cabeza del caballo apuntara directo al iceberg, y lo golpeó con suavidad en los costados. El animal entendió pronto la señal y echó a cabalgar a velocidad vertiginosa; la serpiente los seguía, apenas escasos cinco metros debajo de ellos, con la cabeza apuntando a sus presas y silbando horrorosamente. Faltaban ya unos metros para llegar al iceberg, Nina seguía espoleando a Sleipnir, la serpiente abría sus fauces, lista para el certero ataque final…

Con un inesperado giro, Sleipnir giró con la misma destreza que un ave en el aire, esquivando el iceberg y subiendo hasta su cima. Debajo, se oyó un tremendo choque y un bufido de dolor. Nina se atrevió a mirar a pesar de lo difícil que le resultaba sujetarse, y descubrió que su plan había tenido éxito; la serpiente del Midgard no sólo había chocado contra el iceberg, sino que con la fuerza de la colisión había quedado con la cabeza atrapada dentro de aquél inmenso bloque de hielo. Aún se escuchaban sus silbidos de rabia y su cuerpo se retorcía brutalmente, alzando olas de casi cinco metros de altura, pero al menos, estaban a salvo.

Dando un suspiro de alivio, Nina tiró de las riendas para detener la carrera angustiada de Sleipnir, y luego lo dirigió tiernamente de regreso al sur, dejando atrás a la desesperada serpiente marina, que siguió chillando y retorciéndose, luchando por desenterrar su horrible cabeza del iceberg.

Varios kilómetros a lo lejos, encontraron un archipiélago; las olas cristalinas chocaban con las costas de aquéllos islotes, y la tierra estaba cubierta de pasto. También podían verse, en los islotes de mayor tamaño, grandes rocas talladas y pequeños altares de cantera gris. Sleipnir aterrizó en uno de ellos, donde estaba una roca alta y delgada cubierta de runas, y que lucía en su punta el dibujo de una especie de ancla o martillo.

Nina, aún montada, sacó los polvos y echó un pellizco de éstos sobre el cuerno. Ante su sorprendida vista, el cuerno se disolvió en el aire, como si no hubiera estado nunca ahí; miró de un lado a otro en el cielo, esperando ver en él alguna señal de que la reliquia había llegado a su lugar correcto.

Entonces, el suave murmullo del mar se ahogó con el ruido largo, alegre, musical, de algún instrumento que parecía estar entre las nubes. El cuerno de Heimdall sonaba por todo el archipiélago, llenando de esperanza el corazón de Nina, que sonrió.

-Sleipnir… -desmontó al caballo. –Descansemos un poco antes de seguir.

Y se puso a descargar las alforjas con comida, disfrutando del suave viento que recorría al islote y del llamado de las gaviotas.

jueves, 14 de junio de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (Cap. 3)

3


LAS RELIQUIAS DE ASES Y VANES



El susurro del viento en los árboles acompañaba a los cantos de algunas aves misteriosas que se ocultaban en lo más espeso de las hojas, y ése era todo el ruido que se podía escuchar en el bosque; Nina caminaba con la vista clavada al suelo y las manos aferrándose al suéter, que aún llevaba atado a la cintura. Aún se sentía nerviosa al tener que pasar por ésas sendas, recordando al trol y el peligro en que estuvo por su causa.

-Esto es un sueño. –siguió repitiéndose mientras pasaba por el claro. –Un sueño trastornado. En cualquier momento despertaré, yo lo sé.

Siguió su camino y avistó de lejos el acantilado donde estaba el arco de piedra, pero más allá, caminando por la orilla misma del bosque, estaba un peñasco aún más alto, que dominaba por entero la vista del océano; era tan alto que de sólo verlo Nina se sintió mareada, pero siguió por su camino, escuchando el rumor de las olas grises y de los cantos de las aves. A cada metro, el camino se volvía más angosto y alto, el suave pasto que cubría el suelo iba disipándose hasta que la joven se encontró pisando sólo sobre un montón de piedrecillas; debajo, el mar se revolvía con más violencia que en el acantilado, y la muchacha tuvo que cerrar los ojos para continuar su camino, sólo pensando que al final del peñasco le esperaba el dulce despertar que le devolvería la cordura.

Cuando encontró la punta del peñasco, que ascendía como una diagonal cubierta de rocas afiladas, Nina dio un hondo suspiro.

-No puede pasarme nada peor ahora… -se sujetó fuerte de las primeras rocas y escaló, intentando hacer caso omiso de las olas que azotaban el peñasco a varios metros de distancia; las piernas se le entumecían por el miedo, los dedos le dolían, pero no iba a detenerse en absoluto. Siguió escalando, repitiéndose varias veces que no tenía miedo, que iba a estar bien, y cuando finalmente alcanzó el tramo final, temblando, se puso completamente de pie, mirando el horizonte oceánico y la luz que se perfilaba entre las nubes de lluvia.

-Esto es… hermoso. –parpadeó, fascinada, y luego miró hacia el cielo, vacío a excepción de las nubes que se acumulaban en él como un montón de borregos grises. Nina se cruzó de brazos, entornando los ojos en búsqueda de algo que pareciera remotamente un puente o un arco iris. Pasaron los minutos y ella seguía ahí, aburrida y con miedo de sufrir vértigo, porque el aire se alzaba con mucha más fuerza a ésa altura.

-No sé porqué tengo la sensación de que esto es una bendita pérdida de tiempo. –se lamentó, preparándose para realizar el descenso, dispuesta a tratar de volver por el arco si es que acaso aquello no era un sueño. Se inclinó y puso sus manos sobre la piedra lisa.

Y entonces un relámpago cruzó el cielo, atrayendo su atención. Nina levantó la vista y contempló, sorprendida, cómo algunas nubes se arremolinaban poco a poco, abriendo una brecha en el cielo; la brecha brilló, primero, tímidamente con una luz amarilla, y luego, la luz aumentó de grosor, hasta que tuvo el ancho suficiente para que un grupo de personas pasaran a través de él. La luz cegó por un instante a Nina, que se llevó una mano a la frente; entonces vio cómo de aquélla luminosa brecha descendía suavemente hasta posarse frente a ella un gigantesco arco iris, más colorido y magnífico de lo que hubiera imaginado. Aquél no era un arco iris como los que veía los días de lluvia, éste tenía todo el aspecto de estar hecho de algún cristal transparente y delgado; Nina extendió una mano para tocarlo, y sintió su calor abrasador, como si fuera un pedazo de hierro dejado al sol.

-Increíble. –se dijo y, como atraída por la bella luz que irradiaba el arco iris, se puso de pie una vez más y comenzó a ascender por él.

Nunca había conocido una sensación igual a aquélla. El puente era tan firme que podía sostenerla, pero podían cruzar a través de el, como si fuera sólo un espejismo de luz y de color, las aves que pasaban veloces por el cielo; Nina miró hacia sus pies, y pudo ver el tempestuoso mar varios metros bajo ella. Una sonrisa inocente le llegó a los labios, y recordó como en un suspiro las historias de su infancia y lo mucho que había soñado, alguna vez, con hacer algo como aquello.

Entre más subía, más densas se volvían las nubes, y el sol parecía apenas un lejano destello entre ellas. Un momento después, Nina se encontró atrapada por un muro aparentemente impenetrable de nubes grises que oscurecían todo y dificultaban su visión; sintió temor de que al puente terminara de pronto y se cayera al abismo, pero haciendo de tripas corazón avanzó aún más, hasta que repentinamente, la misma deliciosa luz que diera paso al arco iris apareció ante sus ojos y, con ella, la visión más maravillosa que jamás hubiera soñado.

Un alarido de sorpresa fue seguido por un suspiro de anhelo al ver una magnífica y pequeña ciudad que se alzaba, majestuosa, frente a ella. Las mansiones no solo tenían diversos tipos de colores y adornos, sino que también parecían tener piezas de oro auténtico en las ventanas y los balcones. Y más allá (Nina por poco cae de espaldas al verlo) se levantaba, majestuoso, el palacio más fantástico de cualquiera que hubiera visto. Tenía la forma de una tiara, y por su color y textura parecía estar hecho de oro puro.

Nina caminó un poco más, hasta encontrarse con el final del arco iris. Ahí, sentado y algo cabizbajo, se encontraba un hombre de larga barba castaña, que miraba aburridamente a la nada, sentado sobre un tronco viejo rodeado de pequeñas flores de colores. Al notar su presencia, Nina se detuvo en seco, preguntándose qué hacer ahora; sabía mucho de cuentos de hadas, porque había leído cientos de ellos en su infancia, pero no recordaba ninguno que mencionara un puente de arco iris con un hombre sentado en él. Tal vez había uno sobre un arco iris, pero en ese cuento había un duende y un caldero con oro.

-Disculpe… -susurró, extendiendo su mano. El hombre salió de su letargo y le dirigió una mirada sorprendida; repentinamente se puso de pie y, tomando su espada, exclamó:

-¿Quién se atreve a intentar cruzar el Bifrost?

-¡Ay! –Nina dio unos pasos atrás, abrazándose toda. El hombre seguía blandiendo la espada en forma amenazadora.

-¡Contesta ahora, criatura del Recinto Central!

-¿Y qué quiere que le diga? –repuso ella.

-Tu nombre, para empezar.

-Soy Nina. Vengo de… cómo dijeron que se llamaba… ah si, de Nidavelir.

-¿Nidavelir? –el hombre parpadeó sorprendido. –Pues… eres muy alta para ser una enana.

-No soy una enana, soy… -Nina bufó. –Ya no sé ni qué soy, la verdad. Seguramente esto es un sueño, aunque hasta el momento todo me ha parecido demasiado real.

-¿Y qué es exactamente lo que te trae a Asgard, extraña habitante de Nidavelir?

-Los enanos me dijeron que tenía que entregarle esto… -Nina sacó de sus ropas el brazalete y se lo mostró al hombre. –a su dueño. Creo que lo llamaron O… O algo.

-¡Pero qué cosa! –bramó el hombre. -¡Es nada menos que el brazalete de Odín! ¿Cómo es que tú lo tienes?

-Lo encontré. –Nina guardó el brazalete, echándole una mirada de duda. –Estaba en una roca cerca del acantilado que está allá abajo. –señaló el arco iris. –Los enanos me dijeron que tenía que traérselo a él para poder pedirle que me regresara a…

-¡Espléndido! ¡Espléndido! Pasa entonces sin temor, criatura, entra al palacio de Asgard y ahí podrás entregárselo a su legítimo dueño. Y ten por seguro que yo, Heimdall, guardián del puente Bifrost, estaré por siempre a tu servicio.

-Ah… Gracias. –Nina no supo qué contestar y pasó por el lado de Heimdall.

Pasó por entre las casas, sorprendida por el alegre bullicio que había en las altas y escasas mansiones; por las ventanas se asomaban mujeres y niños ricamente vestidos que parecían sorprenderse al verla. También pasaban por las calles caballos, jabalíes, cabras, carneros, perros y lobos con solemne calma al lado de sus dueños. El lugar estaba también rodeado, por fuera, de un bosque de fresnos y abetos; en el cielo se miraban volar varias clases de aves que Nina no podía reconocer, hasta que una de las aves cruzó el cielo como una flecha y fue a parar justamente a su cara.

-¡Hey! –el animal se recuperó pronto del golpe y se quedó aleteando frente a ella. Nina se quedó algo sobrecogida al ver que era un cuervo, un cuervo demasiado grande a su entender, que no parecía inmutarse por su presencia. –Tú, shu. –le dio un manotazo, pero el cuervo seguía revoloteando a su lado. –Vamos, vete, no estoy de humor.

El animal graznó y se puso a aletear por encima de su cabeza, señalando con su afilado pico el horizonte, justo donde se elevaba el palacio.

-Ah, quieres llevarme allá. –Nina se sorprendió mucho al ver al cuervo asentir secamente con su cabeza, y entonces éste emprendió el vuelo apenas unos metros por delante de ella, que lo siguió presurosa y haciendo caso omiso de los que la miraban todavía con desconcierto.

Justo donde terminaban las mansiones, se elevaban unos robles magníficos, uno a cada lado como dos columnas vivientes, y al cruzarlos, Nina encontró el lustroso camino que llevaba al enorme patio central del palacio. Éste, como ya se dijo, tenía la forma de una tiara, formando con sus columnas una medialuna que dejaba al aire libre un patio central, rodeado por antorchas recién apagadas y con algunos bancos de madera blanca situados al lado de mesitas redondas de patas largas donde había cestos con frutas. Al término de aquél patio circular, había unas escaleras de marfil que descendían hasta los dos robles que Nina acababa de pasar.

El solitario cuervo graznó al ver acercarse a otro cuervo, de idéntico tamaño, y estuvieron charlando animadamente (o al menos eso le pareció a la desconcertada muchacha) mientras ella ascendía por las escaleras. Por todas partes veía aparecer a personajes con ropas que parecía haber visto sólo en grabados medievales, y sospechó que debían ser los sirvientes del palacio; éstos también le dirigieron miradas extrañadas, pero Nina, mordiéndose los labios, fingió no verlos, y llegó hasta el patio. Caminó a través de las magníficas decoraciones y, por fin, llegó ante unas puertas altas hechas de hierro barnizado, con aldabas de cabezas de lobo magníficamente talladas.

Nina se retorció las manos antes de atreverse a tomar una aldaba y llamar; sintió que le temblaban los dedos al acercar su mano y temió que éstos le fallaran y no se cerraran, pero por fin, con un súbito esfuerzo, llamó tres veces y luego se retrajo, temblando de nervios, esperando.

Las puertas se abrieron, y una luz preciosa, blanquecina, la envolvió y encegueció por un instante. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luminosidad, se vio en el interior de un salón, aún más grande que el patio a sus espaldas. Las columnas a sus costados eran su único sostén, pues así entraba la luz a raudales en el salón, también dorado. Dos guardias custodiaban la puerta de hierro, y Nina, fascinada por la belleza del salón, dio un par de pasos antes de que los mismos guardias le negaran el paso, cruzando frente a ella sus lanzas.

-¡Ay!

-¿Quién eres? –preguntó uno de los guardias.

-Soy Nina. Vengo a ver a Odín.

-¿Y con qué intenciones?

-Quiero entregarle su… brazalete.

Los guardias prorrumpieron en carcajadas. Nina los miró con zozobra.

-¡El brazalete! ¡Mira qué buena broma!

-Es verdad. –y Nina les mostró el magnífico objeto. Las risas se volvieron un grito de sorpresa, y luego, los dos guardias le miraron con desconfianza.

-Bueno, ¿cuál es el truco?

-¿Truco? –musitó Nina. –Ninguno.

-Es el verdadero brazalete. –murmuró el otro guardia. -¿Cómo es posible…?

Y para gran horror de Nina, el primer guardia la apuntó directamente con su lanza.

-¿Pero qué…?

-Déjate ya de juegos. –le contestó. –El único que podría haber traído de vuelta el brazalete no es otro sino el mismo que lo robó.

-¡Pero yo no lo robé!

-Déjate de juegos, Loki, y ahora di dónde escondiste los otros.

-¿Los otros qué?

-Hazlo o te juro…

-¡Basta ya!

Una voz más grave e imponente detuvo aquélla aterradora escena. Nina miró por encima de los hombros de los guardias a un hombre de barba y cabello blanco, vestido con la armadura de un guerrero y una larga capa del color de la sangre ribeteada de piel blanca; a su alrededor volaban los dos mismos cuervos que la joven había visto afuera del palacio, y en uno de sus ojos llevaba un parche.

Los guardias se inclinaron respetuosamente ante el personaje, y uno de ellos dijo:

-Ésta muchacha dice haber encontrado su brazalete, mi rey.

Nina extendió la mano, mostrándole el dorado brazalete al hombre, temblando visiblemente.

-Yo… encontré esto en una roca, en un bosque de Midgard. Y… aquí está.

El hombre tuerto alargó una mano, tomando con suma delicadeza el brazalete y revisándolo por todos lados. Nina lo observaba, y miraba de reojo a los guardias, que parecían aún algo molestos con ella.

-Mi rey –dijo uno de ellos. –nadie podría haberlo hallado con tanta facilidad a menos que ése alguien fuera…

-Silencio, ambos. –ordenó el rey. –Déjenme hablar a solas con ésta jovencita.

Los guardias volvieron a inclinarse y se apostaron al lado de la puerta nuevamente. Nina tragó saliva, mirando con cierto temor al rey.

-Lo siento, señor, pero yo quisiera pedirle algo…

-Eso será después. Ven conmigo. Tenemos mucho de que hablar.

-Pero… -la mirada de acero del hombre bastó para hacer enmudecer a Nina, que lo siguió obedientemente. Pasaron al lado del trono que se elevaba frente a ellos, franqueado por dos lobos que dormitaban tranquilamente, y llegaron hasta una segunda puerta que llevaba a un salón más pequeño, en cuyo centro estaba una larga mesa de banquetes.

Nina y el rey anduvieron hasta el magnífico balcón que estaba a un lado de la mesa, y la joven dio un suspiro al ver desde ahí el enorme bosque que apenas había vislumbrado al final del arco iris.

-Esto es tan hermoso. –musitó.

-Bueno, hija del Recinto Central, ¿cuál es tu nombre? –le preguntó el rey.

-Nina. Disculpe, ¿es usted el dueño del brazalete? ¿Usted es Odín? –el rey asintió. –Bueno, sólo quería comprobarlo, he visto ya tantas cosas…

-No las suficientes, según parece. –replicó Odín, que miró su brazalete a contraluz. -¿Sabes qué es esto, Nina?

-Un brazalete de oro.

-Es más que eso. Se trata de un objeto perteneciente a una colección exclusiva de bienes cuyos dones mágicos han sido la causa de tantos revuelos. Éste es sólo una de las reliquias de los Ases y los Vanes.

Nina parpadeó sin comprender.

-Perdone, dijo las reliquias…

-Las Reliquias de Ases y Vanes, Nina. Nuestras reliquias dotadas de un poder místico al que nosotros solos no podríamos acceder jamás. No sabes al gusto que me da haber podido recuperar este, y haber logrado salvar del brutal saqueo mi lanza. Éste brazalete –dijo. –puede convertirse en ocho réplicas idénticas cada nueve días. En ellos reside su poder.

-La verdad no suena muy útil. –dijo Nina. –Sin ofender.

-No me ofende. Eso significa que la codicia no hace gran cosa en ti, Nina, y es justamente por eso que necesito hablarte tan seriamente. No sé en qué circunstancias hayas encontrado el brazalete y deseo saberlo.

-Pues fue una situación extraña. –Nina se quedó mirando el bosque, con los codos apoyados en el balcón. –Yo estaba en un lugar muy diferente, un lugar que yo conocía bien. Entonces había un arco, un arco de piedra lleno de runas, y lo crucé…

-¿Cruzaste un arco con runas antiguas sin pensar en sus posibles consecuencias?

-Eh… sí. –Odín le echó una mirada indulgente, y Nina se sintió cohibida. –En fin, cuando lo crucé estaba en un acantilado en medio del mar, y había también un bosque. Caminé por el bosque y me acosté sobre una enorme roca, y debajo de ella, como si se le hubiera caído a alguien, estaba este brazalete. Y entonces salió éste monstruo horroroso que apestaba y traía una porra…

-¿Un ogro? ¿Lograste salvar la vida del ataque de un ogro sin usar ningún arma?

-Fue pura suerte. Me tropecé y caí en la entrada de la casa de unos enanos. Ellos me llevaron adentro y así fue como supe… del brazalete.

-Claro. Ahora entiendo. –Odín asintió. –Quiero contarte algo, Nina. Algo muy importante, y algo muy terrible. –la muchacha dio un respingo, mirando al rey con sumo interés. –Hace algún tiempo, hubo una asamblea en la que los Ases y los Vanes se reunieron con la intención de formar una alianza definitiva que mantuviera la paz en los Nueve Reinos. Entre algunas de las cosas que se decidieron ahí, fue la de poner a resguardo nuestras reliquias, objetos mágicos de gran importancia; me resistí a entregar mi lanza, aunque Thor insistió en que era lo justo, y preferí dar mi brazalete. Todos pusieron algo suyo ahí. Frigga dejó guardadas sus madejas con las que teje las nubes, Freya dejó su collar, su hermano Frey dejó a su jabalí de oro, Thor dejó su martillo, Idunn entregó una manzana dorada, Heimdall su cuerno, y Loki su anillo de fuego.

Nina apenas respiraba, atenta a aquélla historia.

-Todos guardamos las reliquias en un lugar seguro, en el corazón del Recinto Central. Pero no contamos con que entre nosotros había un ladrón, que no tardó en violar el sitio y llevarse todas las reliquias y luego entregárselas a sus peligrosos aliados por todos los nueve reinos. Existen, pues, perdidas aún siete reliquias, y hasta ahora nadie había tenido la suerte de encontrar una de ellas, y mucho menos de devolverla a su dueño.

-Suena espantoso. –dijo Nina. -¿Pero qué sentido tiene, robarlas y no utilizarlas?

-Al entregarlas a nuestros enemigos, nuestras fuerzas se han mermado. Aunque no nos guste admitirlo, Asgard está al borde de la decadencia. Sobrevivimos aún, porque existe un poder mágico lo suficientemente fuerte y protegido como para ser apagado, aún por el experto ladrón que nos despojó de las reliquias, pero no soportará por mucho tiempo al Iggdrasil, y nosotros creemos que el árbol del universo tampoco lo hará. Y eso es lo que tememos. Con cada reliquia, nos acercamos de nuevo a nuestro poderío, pero sin ellas somos vulnerables. Pronto llegará el invierno, y con él yo debo dejar desprotegidas estas tierras, imagina el riesgo que correríamos entonces.

-Señor, ¿quién robó ésas reliquias? Los enanos no quisieron decirme.

Una risa amarga salió de boca de Odín. Luego, respondió:

-Tienen motivos para no querer ni mencionarlo siquiera. Ésas reliquias magníficas proceden todas de manos de los enanos, y curiosamente nuestro ladrón fue quien nos las obsequió en primer lugar. Es una historia fastidiosa que no viene al caso, pero te diré lo más importante de todo esto, que él no las robó por simple gusto, sino con un propósito claramente siniestro. Se trata de un pariente nuestro, no de sangre ni linaje, pero de amistad y lealtad, las cuales suele olvidar con tal de jugarnos bromas por demás pesadas y hasta peligrosas.

-¿Bromas?

-Así es. El ladrón de las reliquias no es otro que el decimotercer As, el maestro del engaño, Loki.

-¿Loki? ¡Así fue como me llamaron los guardias! Pero eso no…

-Loki es muy bueno disfrazándose y adoptando otras formas. Uno no sabe que está ahí hasta que se manifiesta, pero eso no es todo. Tiene su poder en el fuego, y como él, puede crear artefactos e ingenios que sirvan para el bien, o para el mal, o simplemente puede destruirlo todo. No dudamos que se haya apoderado de su propio anillo ígneo cuando entregó las reliquias a los monstruos de los nueve reinos, y eso es lo que más nos preocupa. No existe una magia permanente que pueda controlar a ése fuego enloquecido, nada.

Nina tragó saliva y sintió un escalofrío.

-Y es por eso –continuó Odín. –que celebro tu pronta llegada. Haz logrado encontrar una de las ocho piezas faltantes, y es ahora tu deber traer de vuelta a Asgard las reliquias faltantes.

-¿Qué? –gritó Nina, horrorizada.

-Viajarás por los nueve reinos en busca de las reliquias, y las traerás al palacio a donde pertenecen.

-¿Pero porqué yo?

-Porque es tu deber, Nina.

-No. Esto es un error. –dijo ella, retrocediendo. –Yo llegué aquí por accidente, usted mismo lo dijo, yo crucé el arco sin saber de su poder y terminé en un bosque perseguida por un asqueroso ogro y luego en una cueva llena a rebosar de enanos y ahora…

-Y ahora estás aquí. Sana y salva, por lo que veo.

-Yo me siento como si me hubiera arrollado un tren.

-Sólo lo dices porque estás asustada, y lo entiendo. No te mentiré, ése ogro fue cosa fácil en comparación con otros seres que habitan el exterior. Hay gigantes, hay fieras ígneas, hay elfos negros que no sienten compasión alguna por sus víctimas, incluso es posible que en este viaje tengas que enfrentar al peor temor de todos, a la muerte misma.

-No… -susurró Nina en voz tan baja que fue inaudible.

-Pero créeme, Nina. Tú más que nadie eres la persona indicada para una misión como esta. No creas que llegaste al azar, llegaste por un accidente, sí, pero no por el azar. Entraste a este mundo con un propósito, y ése propósito se te ha presentado a la cara con tanta claridad como la del agua cristalina.

-Señor… yo nunca he hecho algo así… ya le dije que lo del ogro fue suerte… también el brazalete, yo no sabía…

-Deja de huir de tu destino, porque al final te alcanzará de una manera o de otra. Deja de pelear contra él y acéptalo como tu amigo. Al final de tu misión encontrarás, muy seguramente, lo que venías a buscar.

-Pero… yo… -Nina clavó los ojos en el suelo, sintiéndose mareada. –No sé si pueda hacerlo, yo…

-Créeme, podrás. Ahora… vienes de muy lejos y dentro de unas horas tendremos un banquete. Debemos celebrar el regreso de la reliquia. Llamaré a unas sirvientas para que te preparen.

-¿Para que me preparen?

-¡Para el banquete! Ése vestido tan raro no quedará nada bien frente a las regias ropas de las diosas, créeme.

Nina se llevó una mano a la cabeza, temiendo sufrir un colapso.

-Éste –dijo. –es el sueño más loco que he tenido en toda mi vida.



viernes, 8 de junio de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (Cap. 2)

2


ANFITRIONES

Frotándose la cabeza por el golpe que se dio, Nina se puso lentamente de pie, lista para volver con el grupo de excursión.

Sólo que ya no había tal grupo cerca. De hecho, ya ni siquiera había un archipiélago de islotes en la deriva de un pequeño lago.

Nina se encontraba ahora de pie a orillas de un acantilado de roca, cuyas piedras apenas estaban cubiertas en sus esquinas con un suave musgo verde oscuro que olía a humedad; debajo, se extendía un inmenso mar gris que se agitaba rítmicamente contra la luz del sol que decaía, como perdiéndose en el horizonte oceánico; lo único que continuaba ahí era el gigantesco arco de piedra, inmóvil y pacífico, como si no notara lo distinto que era aquél lugar de su sitio original.

La jovencita no dudó en lanzarse a gran velocidad hacia el arco, para cruzarlo otra vez con la esperanza de volver a casa; cruzó una, dos, tres veces más hasta que en su último intento resbaló con el musgo de la roca y cayó sentada en la orilla del enorme acantilado.

-Tengo que estar soñando –se dijo a sí misma. -, sí, estoy soñando. Esto es un trastornado sueño, dentro de poco despertaré y descubriré que ni siquiera he ido ya a la excursión…

Pero sus palabras se ahogaron con el sonido del mar agitado, que parecía una burla muda a sus propias convicciones; Nina, desorientada, se levantó y caminó cuesta abajo, dándole la espalda al mar y caminando en dirección a un tupido bosque de coníferas; si estaba perdida, seguramente en la inmensidad de aquél lugar encontraría a alguna persona que la ayudara a volver… ¿Pero volver a dónde?, se preguntó descorazonada mientras se perdía entre los árboles.

Caminó durante varios minutos, insegura de sus propios pies y cavilando; una bella mariposa pasó por su lado, distrayéndola de sus tristes pensamientos, y se dio cuenta de los hermosos árboles y arbustos que crecían orgullosos a su alrededor. Coníferas, robles, abetos, y arbustos llenos a reventar de fresas silvestres y otros frutos rojos que no pudo identificar, y entre las copas de los árboles se filtraba la luz rojiza del atardecer, inundándolo todo con su delicada calidez, y Nina dejó, por un instante, de sentirse triste, escuchando los llamados de los pájaros que se aprestaban a guardarse en sus nidos para pasar la noche.

Un poco cansada, se sentó sobre una ancha y lisa roca, rodeada por más musgo y unas florecitas blancas de tamaño insignificante; suspiró y se estiró cuan larga era, y se dispuso a pensar en un nuevo plan de auto rescate, porque le daba la impresión de que ese paraíso magnífico jamás había conocido la mano humana.

-Bueno… no me importaría quedarme una temporada larga aquí… -dijo para sí misma mientras se dejaba caer de espaldas sobre la roca. Extendió los brazos por encima de su cabeza de tal modo que las puntas de sus dedos tocaron el piso.

Sintió algo frío, suave y metálico, que estaba justo del lado de sus manos; no parecía una roca, porque estaba hueco por en medio, pero era poco probable que se tratara de algún artículo común; intrigada, Nina se volvió boca abajo y se asomó por la orilla de la piedra para ver bien qué había estado tocando. Era nada menos que un brazalete de oro, el brazalete más exquisito que jamás hubiera visto, y llena de curiosidad, lo tomó.

Nina se sentó en la piedra con las piernas cruzadas y examinó a la luz el brazalete. Estaba hecho de oro, no había duda de ello, y tres diamantes cortados como rombos le daban aún más luminosidad y magnificencia; la jovencita se metió el brazalete en el brazo, pero era tan grande que se lo subió sin dificultad alguna hasta el hombro, y aún así le quedaba algo suelto.

-Qué bonito. –sonrió. -¿De quién podría ser? Uno no pierde esta clase de cosas…

Un súbito ruido la sacó de su ensimismamiento. Golpes sordos en el piso, que sonaban exactamente igual que pasos, aunque sin duda era los pasos más ruidosos y pesados que en la vida hubiera oído; se guardó el brazalete entre las ropas y esperó, anhelante.

El ruido de pasos se escuchó de nuevo, y Nina se atrevió a preguntar:

-¿Quién es? Hola… ¿puede ayudarme, por favor?

Los pasos sonaron más cerca. Apretándose el pecho por la ansiedad, Nina repitió:

-Hola, ¿quién está ahí?

Unos pasos fuertes y sordos a sus espaldas la alertaron; se dio la vuelta lentamente, y cuando se encontró cara a cara con el desconocido rondador, sólo atinó a decir:

-Dios mío…

Aquello no era un hombre, aunque tuviera la forma de uno; medía más de dos metros, tenía la piel grisácea y cubierta de cicatrices; los pies eran anchos como los de un elefante, con largas y mugrientas uñas que más bien parecían garras; lo más cómico de su monstruosa apariencia era una cabeza ridículamente pequeña, cubierta con una mata de pelo negro y revuelto. La criatura fijó sus pequeños y brillantes ojos en Nina, y alzó el brazo donde llevaba una porra de tamaño considerable; dando un rugido, la criatura dejó caer su mazo sobre la joven.

-¡No! –exclamó Nina, que saltó a tiempo de la roca para evitar morir aplastada, y apenas tocó el suelo se echó a correr despavorida. El monstruo gritó de rabia y salió tras ella, con pasos torpes pero lo suficientemente veloces para no perderle la pista a la desaforada chiquilla. Nina corrió entre los árboles, refugiándose de cuando en cuando tras uno para que la criatura le perdiera la pista y ganar algo más de tiempo, pero estaba ya demasiado cansada.

En su desesperada carrera, llegó hasta un claro magnífico, donde el suelo se cubría e preciosos hongos de capucha roja como los de las ilustraciones de cuentos infantiles, y ahí se detuvo para tomar un respiro. El rugido triunfal del monstruo volvió a escucharse, peligrosamente cerca, y a los pocos segundos su horrible silueta reapareció en las sombras.

-¡Oh, no! –Nina volvió a correr, dando traspiés ya que a cada paso se le aparecían rocas, arbustos, hongos y otras cosas que en la semioscuridad no pudo reconocer; la criatura corría justo detrás de ella, blandiendo su mazo peligrosamente; de pronto, Nina tropezó, y vio con horror cómo el monstruo acercaba su repugnante cara a ella, mirándola triunfalmente.

Sin saber qué más hacer, Nina tomó un puñado de tierra y se lo lanzó a la cara; mientras el monstruo ciego blandía su mazo en todas direcciones, Nina se puso de pie y corrió unos metros más, con el corazón casi saliéndose de su pecho… Y entonces tropezó. Toda ella rodó cuesta abajo por una ladera de grandes dimensiones cubierta con pasto tierno, y por fin dio de bruces con el suelo, quedando boca arriba.

Estaba acabada; sus fuerzas la habían abandonado. Nina vio cómo, a lo lejos, unas siluetas irreconocibles parecían acercársele, pero un momento después cerró los ojos y perdió el conocimiento.



A través de sus párpados vio una luz roja, parecida a la del sol; seguramente, pensó, ya había amanecido. Suspiró, aliviada y viéndose libre de su terrible sueño, se quitó de encima las gruesas mantas que la cubrían, sentándose en la cama y frotándose los ojos.

-Miren eso, ha despertado. –dijo una voz alegremente.

-Ya era hora, se la pasó roncando toda la noche. –inquirió otra voz, mucho más suave y agradable que la primera.

-Callados los dos, no ha despertado completamente aún. –replicó una tercera voz, baja y pausada como la de un anciano.

-Pero mire, está abriendo los ojos…

Nina se encontró de pronto en una especie de cueva en forma de cúpula, con las paredes de piedra lisas y talladas con detalles hogareños; frente a ella había una pequeña mesa de madera y una chimenea, y sentados junto a ésta, la miraban tres hombres de baja estatura; uno de ellos, el más anciano, tenía una barba larga hasta los tobillos, otro tenía la barba más corta y ensortijada de color negro, y un tercero estaba completamente lampiño del rostro, y su cabeza estaba adornado con hermosos rizos color azabache.

-¿Qué…? Pero… ¿cómo… cuándo…? –Nina parpadeó varias veces, mirando confundida a un lado y a otro. –Pero… pero… esto no… no puede…

El hombrecillo de la barba oscura rió.

-No se asuste tanto, señorita, está a salvo.

-Sólo estará a salvo hasta que nos diga quién es usted y qué ha venido a hacer. –replicó suavemente el anciano.

-Es que no lo sé. –exclamó Nina muy angustiada.

-¿No sabe quién es ni qué hace aquí? –inquirió burlonamente el primero que le habló.

-Sí sé quién soy. Pero no sé qué hago aquí…

-Pues necesitarás una buena explicación, porque no es de buena educación venir y dejarte caer en la entrada de nuestro hogar.

-¿Su hogar? ¡No, debe ser un error! Yo estaba caminando por el bosque cuando me atacó esta cosa…

-¿Cuál cosa, el ogro? –preguntó el anciano.

-No sé cómo se llamaba, pero era grande, feo, apestoso y traía un mazo.

-Sí, ése era un ogro. –musitó el más joven de los tres.

-Bueno, bueno, déjenla terminar. –dijo el anciano.

-Sí… -Nina se pasó los dedos por el pelo. –Entonces el ogro o como se llame me atacó y empezó a perseguirme, y me tropecé en una ladera y… y ya no sé qué más pasó.

-Bueno, pues lo que pasó fue que te caíste justo sobre la entrada de nuestro hogar. –dijo el hombre de la barba negra. –Este lugar es nuestra morada. No le conocemos, pero le vimos tan débil y vulnerable que hubimos de atender las reglas de cortesía y traerla aquí con nosotros hasta que se sintiera mejor. Ahora díganos, jovencita, ¿cuál es su nombre?

-Nina.

-¿Nina? ¿Eres una ninfa? –preguntó el jovencito.

-No seas tonto, las ninfas tienen la piel más blanca. –replicó el otro.

-Parece nombre de ninfa.

-Sí, pero no lo es…

-Callen ya los dos. –los silenció el anciano. –Qué descorteces son al discutir así frente a una invitada. Querida niña –agregó dirigiéndose a Nina. -¿cómo o porqué fue que ése monstruoso ogro, que llevaba tan largo tiempo refugiándose en la espesura de los bosques allá arriba, te atacó?

-No lo sé. Todo esto es tan extraño… -Nina hundió el rostro en las manos, angustiada. Sus interlocutores la miraron silenciosamente, hondamente desconcertados.

-Bueno, bueno. –repuso el anciano. –Lo mejor será que tomemos el desayuno, antes de que alguna otra cosa pase.

Rápidamente los hombrecillos se pusieron a trabajar afanosamente; colocaron al centro de la vivienda, en un pozo tallado en la roca, un montón de leña para crear una hoguera, y sobre ésta pusieron una especie de plato tallado para cocinar. Nina los miraba con infinita curiosidad, con los codos clavados en sus rodillas y la cabeza reposándole entre las manos.

El anciano la miró de reojo y preguntó suavemente:

-¿Sabrías decir, niña, en qué lugar te encuentras?

-Pues… -Nina miró a su alrededor. –parece una cueva… Ah, pero una muy bonita cueva, por cierto. –añadió dando un respingo por temor a haber ofendido a su extraño interlocutor. Éste, sin embargo, asintió suavemente y repuso:

-¿Y sabrías decirme ahora cómo se llama ése lugar que se extiende desde el vasto bosque en el que te encontraste hasta las grutas que aquí te resguardan?

-No… La verdad es que no. Yo estaba en casa y…

-Por supuesto que lo estabas. Todo lo que se extiende hasta las grutas es Midgard, el lugar del que tú provienes. El resto… en fin… Esto es Nidavelir, querida niña. La región donde habitan los enanos.

-Ajá… -Nina miró a su alrededor, pensando que por fin se había vuelto loca. –Nidavelir… ¿Y eso en qué parte de España está?

-¿España? –el anciano parpadeó confundido. -¿Es acaso un nuevo reino? ¿Porqué el Gran Brujo ha nombrado un décimo mundo sin avisarnos como se debía?

-No es un nuevo mundo, es un país. Miren… ¿tienen un mapa o algo?

-Por supuesto. ¡Eh, tú! –el anciano le hizo una seña al enano de barba negra. –Deja por un momento ese tizón y tráeme el mapa.

Nina esperó con los brazos cruzados hasta que el enano extendió el mapa sobre sus rodillas.

-¡Excelente! Pues como verán, España está…

Sus labios enmudecieron, sorprendidos, al ver que España ya no estaba ahí. Ni Europa, ni Asia, ni ningún lugar conocido; una especie de árbol se extendía de punta a punta en el mapa, y sobre éste, en sus ramas más gruesas, se dibujaban lo que parecían estrellas, cada una con un nombre diferente y desconocido. La muchacha palideció.

-Esto… esto es imposible…

El enano anciano se acercó a ella y señaló con sus dedos las pequeñas estrellas, explicándole:

-Mira. Aquí es donde estás ahora, Nidavelir. Sobre nosotros se encuentra tu mundo, Midgard, el Recinto Central. Debajo se extienden los peligrosos reinos de Nilfhiem y Hel. Arriba puedes ver el Utgard y Scartalfheim, y después están Alfheim, Vanaheim y, por supuesto, en la copa del Fresno puedes ver el recinto de los Ases, el Asgard.

-Pero… -Nina levantó la mirada. –Esto es imposible. Sólo… sólo son cuentos de niños…

-Bueno, si seguimos sin convencerte sólo es cosa de que regreses sobre tus pasos y quizás regreses a casa. –sentenció el enano, quitándole el mapa y enrollándolo cuidadosamente. –Ahora, a desayunar.

Aquélla fue la comida más silenciosa en la que Nina había participado; los enanos hablaban muy poco pero comían bastante, y en poco rato los platos habían quedado limpios, a excepción del de la muchacha, que pinchaba sin emoción sus huevos con guisado. Nina meditaba, asustada y triste, preguntándose cómo podría volver realmente a casa; estaba atrapada ahí, en ese falso mundo donde había tesoros escondidos en las rocas, enanos viviendo en cuevas y monstruos asquerosos de los que seguramente jamás volvería a salir librada si es que… si es que acaso lograba salir de ésas cuevas.

Suspiró, y los enanos la miraron suavemente.

-¿Qué ocurre? ¿No tienes hambre? –preguntó el más joven. Ella intentó sonreírle y murmuró:

-No, no es eso… es que…

-Extrañas tu hogar, ¿cierto? –preguntó el anciano. Nina asintió. –Pues si no sales de nuestra región es poco probable que puedas volver.

-De todas formas no podría. –se lamentó. –Ustedes no creerían cómo fue que llegué al bosque.

-Inténtalo.

-Verán, es… es algo muy gracioso. En el lugar donde yo vivo hay un archipiélago, lleno de pequeños islotes, y sobre él está un acantilado que tiene un arco de piedra grabado con runas. Entonces yo estaba jugando en el arco y lo crucé, así nada más, y cuando pasé al otro lado estaba en un sitio completamente diferente. ¿Verdad que suena ilógico?

-No. Para nada. -musitó el anciano. –No suena para nada ilógico.

-¿Ah? ¿Entonces saben cómo hacerme volver?

-Cuando una puerta ya se ha usado, no puede volverse a usar. Puedes intentar con otra, pero no te aseguro que te deje en el mismo sitio.

-Mientras sea mi época sabré arreglármelas yo sola.

-Pues entonces sería conveniente que marcharas a buscar la puerta. Claro, a menos que quieras quedarte un poco más; nuestro hogar es demasiado pequeño para alguien como tú, pero podrías acostumbrarte. Tenemos mucho que hacer aquí, ¿quisieras ver?

-Ah… Bien.

Mientras el pequeño recogía la mesa, el enano de barba negra le indicó a Nina que lo siguiera; con el corazón apretado, ella fue tras sus pasos, y salieron de la cueva. Una red de túneles, con sus techos ricamente tallados como si fueran vigas de algún templo gótico, e iluminados por sendas antorchas les indicaban el camino a seguir.

-Nosotros hacemos más que nada el trabajo de los metales. –explicaba animadamente el enano. –Desde cadenas tan poderosas como las que sostienen al lobo Fenrir, hasta hermosos collares y anillos y pecheras. Todo lo imaginable. De hecho nosotros poseíamos unas…

Nina lo escuchaba a medias; pasaban entre una serie de cavernas por las que se veían a cientos de enanos rodeando hogueras de tamaño considerable y trabajando en los yunques. Destellaban por todos lados el oro, el bronce y las piedras preciosas con las que adornaban sus artículos.

-Increíble. –susurró Nina.

-¿Te agrada? –el enano sonrió. –Muchas de nuestras magníficas obras han parado en manos de los Ases y los Vanes, como el collar de Freya y el jabalí de oro de su hermano Frey. Nosotros mismos hicimos el martillo de Thor.

-Suena igual que los cuentos que me contaban de niña. Pero mucho mejores.

-Lo tomaré como un cumplido. Ahora…

El enano la condujo hasta unas escaleras de piedra muy rudimentarias, y señaló el techo, mucho más alto de lo que Nina hubiera imaginado luego de ver a todos los hombrecillos.

-Éstas escaleras –explicó el enano. –te conducirán directo a Midgard. No te preocupes por los ogros que hay allá afuera, no se atreven a salir por la mañana; pero si necesitas ayuda de cualquier clase, quiero que tengas… -el enano tomó una piedra, hermosamente pulida y que brillaba con la luz de las antorchas. –esto.

Nina tomó la piedra, mirándola de un lado y de otro.

-Y… ¿esto de qué me va a servir?

-Gírala sobre tu mano tres veces, y obtendrás la ayuda que necesites… y que puedas obtener al momento. Son nueve los reinos que giran en torno del Iggdrasil, y no pensarás que en todos existen buenas criaturas, ten mucho cuidado con quiénes hablas.

-Muchas gracias. –Nina ya había puesto un pie sobre el escalón, cuando recordó de pronto el brazalete que había encontrado, y lo buscó entre sus ropas. –Espera, creo que tengo algo que pertenece a ustedes.

-¿En serio? –Nina extrajo el brazalete y se lo mostró.

-Mira. Creo que es suyo.

Por única respuesta, el enano lanzó un grito aterrador, con los ojos abiertos de par en par y señalando con un dedo tembloroso el objeto dorado. Nina parpadeó completamente confundida.

-¡Pero… pero eso es… no me digas que no sabes lo que es! –farfulló el enano histéricamente.

-Pues… es un brazalete, y me imagino que es de ustedes.

-¡Nuestro! ¡Lo fue alguna vez, pero se lo obsequiamos! ¡Se lo obsequiamos al Gran Brujo!

-¿A quién?

-¡No me digas que tampoco sabes quién es el Gran Brujo! –el enano parecía estar al borde de un colapso. -¡Pues es nada menos que el rey de los Ases! ¡El jinete de Sleipnir! –como Nina seguía sin comprender, el enano vociferó la última palabra tan alto que todos los enanos salieron de sus grutas para ver la causa del alboroto. -¡Odín! ¡Odín, niña! ¡No me digas que no sabes quién es porque…!

-¡Calma! ¡Basta ya! –chilló Nina. –No sabía que era su… su brazalete… Hmm… -contempló el objeto con mucha curiosidad.

-¡Pero niña! ¡Lo que has hecho…!

-Yo no lo robé. Lo encontré en una piedra. Y luego ese ogro gigante…

-¡Por eso te perseguía la bestia! ¡El brazalete fue robado! –el enano tuvo que sentarse en los escalones para evitar irse de espaldas. –El brazalete de Odín fue robado y entregado a un ogro, desconocido por nosotros hasta ahora, para evitar que pudieran recuperarlo. Y tú lo has hecho.

-¿Y quién lo robó? –preguntó Nina. Hubo un silencio incómodo en las grutas, y los enanos se miraban mutuamente con cierto rencor y miedo en los ojos.

-No decimos su nombre. –explicó su interlocutor. –Es entre nosotros algo menos que un hombre y más que un monstruo. Sólo podemos decirte que no es ni un humano ni un As. Es más bien… una criatura sin hogar.

-Es proscrito entre nosotros desde aquél incidente… -dijo un enano rechoncho y pelirrojo. –Hubiéramos obtenido de él su despreciable cabeza si no nos hubiera jugado una mala treta.

-No imaginábamos que tuviera la osadía de venir al Recinto Central a confiarle tan bella reliquia a un ogro baboso y horrible. –repuso el enano que acompañaba a Nina. –Pero ahora que lo has recuperado, es tu deber ir a Asgard y entregárselo a su legítimo dueño. Si lo haces, quizá te ayude a volver al lugar del que sea que vengas.

-Eso sería maravilloso… pero no tengo idea de en dónde está Asgard.

-¡Eso es cosa fácil! –sonrió el enano. –Camina en línea recta hasta el océano, no está muy lejos de aquí si bien lo recuerdas, y espera a ver, en una enorme peña que destaca sobre el bosque al Bifrost.

-¿Al qué?

-Cascarrabias. –se lamentó el enano. -¡El Bifrost, niña! ¡El puente arco iris que lleva directo a Asgard! Y cuando lo veas sube por él y no te detengas hasta que veas el recinto de los Ases. No hables ni te acerques a nadie hasta que estés ahí. ¿Lo has entendido?

-Entiendo. Sí.

-Entonces vete ahora, querida. Te acompañaría, pero a los enanos nos hace mucho mal salir durante el día. –el enano le dio una palmadita amistosa en una rodilla. –Hasta pronto, hija del Recinto Central, y cuídate mucho.

-Adiós. –Nina hizo un gesto de despedida con la mano, respondida por todos los enanos que habían salido de sus grutas, y caminó peldaño tras peldaño; unos metros más adelante, cuando la luz se volvió más débil y el rumor de los enanos dejó de escucharse, Nina encontró una especie de puerta tallada en la roca. La empujó con ambas manos y una luz resplandeciente la cegó.

Alargó las manos y tocó el pasto tierno; salió de la gruta y cerró la puerta tras de sí. Una vez más, estaba en el bosque, ahora bellamente iluminado por el sol matutino.

-Bueno, -suspiró. –aquí vamos otra vez.

jueves, 31 de mayo de 2012

DIAS DE TRUENO

La monotonía de la que tanto les hablé la última vez parece haberse roto, y muy abruptamente por cierto. Por fortuna en esta ocasión les traigo una...eh...iba a decir que explicación científica pero dudo mucho que lo que les contaré guarde algún parecido con la ciencia.
Verán, la necesidad poética (literalmente) me llevó a navegar cual vikingo sin casco cornudo por los peligrosos mares del Internete (remito a ése hermoso post de "cuando no necesitábamos tanta información"), y llegué a una simpática página cuya dirección no recuerdo donde estaba ubicado el Loka Tattur (uno de los tantisimos poemas apócrifos que circulan en Escandinavia); como su nombre lo indica (Loka -> relativo a Loki, en nórdico antigui la "a" se usa como una extensión para describir el verbo "ser o estar", como la "s" en inglés) el poemita hablaba de Loki y su (hasta ahora registrada) única cosa bondadosa que hizo sin recibir nada a cambio (el abrazo grupal NO cuenta como pago). Con lo que su servidora no contaba es que este era uno de los muchos, muuuuchos espacios en internet donde se habla sobre cultos paganos. Total que lo que logré extraer de la larga explicación que ofrecieron fue que:
·¿Se te perdio algo? Rezale a Loki.
·¿No te funciona bien la computadora? Rézale a Loki.
·¿Tienes un problema que puede atentar con tu vida o simplemente con tu salud? Adivina...aja, rézale a Loki.
·¿Tu casa tiene MUCHOS elementos inflamables? No le reces, puede que no sobrevivas a la experiencia.
Total que su servidora se rio bastante con esas chifladas ideas...con una pizca de pánico, dado que la página de internet parecía insinuarme que acacaban de darle nombre y apellido a la razón de que me pasen siempre accidentes bizarros. Todo quedó en calma...Hasta que...
LUNES:
Además del incidente de los gusanillos revoltosos que aparecieron prácticamente de la nada en la cocina, ésa noche mientras volvía de la escuela al camión se le ocurrió descomponerse, dejándonos a unas 30 personas varadas a media avenida a las diez de la noche. Minutos después, un aguacero espectacular cayó en la ciudad y volví hecha una sopa a casa.
MARTES:
Curioso incidente en la escuela, en el cual finalmente la profesora de Metodología perdió la (poca) cordura y se puso a lanzar reclamos a diestra y siniestra. Además de eso me temo que sufrió un lapsus psicoticus, o mas bien un delirium tremens, porque empezó de la nada a reirse sola de chistes incomprensibles y a cambiarnos los nombres. ¿Diagnóstico, doctor? Un ciclo lunar o dos en el manicomio. Por nada.
MIÉRCOLES:
La falta de perseverancia escolar no fue lo más loco del día (ya no se considera novedad) sino el hecho de que, en casa, esta misma falta de perseverancia contribuyó a que TODOS termináramos tomando siestas involuntarias. Fue una suerte que lograra levantarme minutos antes de la hora en que debía estar ya tomando el camioncete.
JUEVES:
Aparentemente este había sido un día tranquilo, hasta que... Bueno, el camión en el que yo iba chocó con un auto, volándole literalmente un espejo retrovisor. La cosa se puso color de hormiga y yo opté por aplicar la ninja y bajarme discretamente para ver si a pie lograba cortar el trecho. El problema es que el "trecho" es de casi cuatro calles enteras (lo que equivale a unas 15 cuadras) en medio de la noche cuando la zona se pone peor que pelicula de terror y sin más que dos o tres paradas de camión a la redonda; si la cosa no iba ya mal, cuando por fin llegué a mi casa (me rendi a las 6 cuadras y tome un camión que me dejaba igual de cerca) descubrí que la calle entera estaba a oscuras. ¿Porqué? Uno nunca lo sabrá...
En fin, asi han sido las cosas en una sola semana. Por si fuera poco mañana tendré examen de français y solo Dios sabe si sobrevivo, en caso de que no... *se pone de rodillas*:
LOBITA: Jesus, Alá, Mahoma, Buda, Monesvol, Zeus, Odín, Tonatiuh, Visnú, los amo a todos!!!
Okno XD solo queria expresarlo en voz alta.
Asi que ya saben, cuidense, la supertición puede matar...o descomponer camiones. Adiosito!!!

P.D En el próximo post subiré el segundo capítulo de la novela. Bueno, eso si no le gana en competencia mi post de "cómo leer runas" que estoy preparando :P no apto para gente suceptible a los idiomas raros.

martes, 22 de mayo de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (Cap. 1)

1


EL ARCO

El despertador hizo acto de presencia, como siempre, en la mejor parte del sueño. Mirando con rencor el ruidoso aparatito, Nina le dio un golpe firme para silenciarlo, y salió del agradable interior de sus sábanas; tocó con los pies descalzos el suelo, encantada con su tacto refrescante que en aquéllos días de primavera ansiaba tanto, y apenas estuvo fuera del lecho, se dispuso a vestirse.

Nina se miró aburridamente frente al espejo, con un dejo de frustración dibujado en la cara. Odiaba intensamente aquél uniforme, desde su pequeño suéter azul marino hasta su ridícula falda tableada en tonos grises y azules, pero lo que más odiaba eran los ridículos zapatitos escolares. Mientras los miraba, pensó melancólica en cómo suplicó a sus padres para que le compraran un par de zapatos más femeninos, con un poco de tacón quizá, para no tener un aspecto tan aniñado en comparación con el de sus compañeras.

Pero eso no había sido posible, se dijo a sí misma. Mientras estuviera recluida en esa escuela no tendría posibilidades de usar zapatos con tacón, ni de acortarse un poco la falda (que poco faltaba para que le alcanzara las rodillas), ni de hacerse algo en el pelo (tomó entre sus dedos un largo y negro mechón fuera de su lugar), de hecho, mientras no cumpliera aún los dieciocho años, estaba perdida.

-Ya falta poco, amiga. –se animó frente al espejo, y bajó para desayunar.

Lo único bueno de ése día era que tendrían una excursión; lo malo era que la excursión no estaba planeada para ser cómoda. En la costa de aquélla región existía un monumento natural, un archipiélago muy famoso por la cantidad casi increíble de elementos antropológicos que en él se habían descubierto desde hacía casi un siglo atrás. Puntas de flecha, cuchillos, grabados y relieves de origen aún desconocido, y lo más magnífico de todo: un gigantesco arco de piedra. Se alzaba, majestuoso, a unos tres metros del suelo, y se perfilaba solitario frente al archipiélago desde la cúspide de un acantilado.

La multitud parloteaba en el autobús; Nina, silenciosa, se trenzaba el cabello mirando a la calle, y luego, a sus compañeros. Suspiró al descubrir que Alicia, aquélla beldad de cabellos azabache y labios rojos como la sangre, estaba sentada al lado de Edmundo. Los ojos de Nina se entrecerraron, mirando fijamente a aquél alegre muchacho de pelo castaño y rizado, de sonrisa fácil y risa franca; era habitualmente muy reservado y callado, por eso le sorprendió ver cómo Alicia lo manejaba perfectamente dentro de su enredosa plática.

Sacudiendo la cabeza, Nina se dispuso a seguir mirando por la ventana, intentando acallar el dolor en el pecho que sentía por saber que ella jamás podría llamar la atención de alguien así.

El autobús se estacionó frente a una caseta de madera, con el rótulo de “Información” sobre la entrada; afuera de la puerta ya los esperaba el guía, un muchacho de aspecto lánguido y ojos grandes, que sostenía a la vez un altavoz, una radio, un botiquín de primeros auxilios y un sombrero para protegerse del sol. Uno a uno, los estudiantes bajaron del autobús y se detuvieron frente a la caseta.

-¡Buenos días! –exclamó el guía usando su altavoz, lo que le alteró los nervios al pobre maestro Monclova, que de por sí se ponía nervioso hasta con el claxon de una bicicleta. –Bienvenidos todos al Parque Escandinavo; deben saber que este lugar es un monumento natural y cultural…

Los ojos de Nina se perdieron en el horizonte. Estaban rodeados por dos grupos inmensos de árboles que agitaban bellamente sus hojas con la leve brisa de viento, que no era suficiente para calmar el calor de la atmósfera; todos se abanicaban frenéticamente, y los pocos que habían llevado suéter lo dejaban abandonado a orillas del autobús mientras el guía seguía hablando y hablando.

-Ahora todos, les recuerdo que deben tener mucho cuidado; aquí el llano es muy plano y es muy difícil accidentarse, pero todo cambiará cuando lleguemos al acantilado. Hay muchas piedras sobre éste, y aún más por las laderas. Nosotros tenemos una escalera especial para que podamos descender e ir a los islotes que forman el archipiélago, pero cualquier cosa puede ocurrir. Así que por favor anden con cuidado y no se separen del grupo, ¿entendieron?

-¡Sí! –respondió el grupo a coro.

-Excelente. Entonces adelante.

Todos se movieron como una curiosa marabunta azul y gris. Nina se amarró el suéter a la cintura y los siguió; miraba fascinada las sombras verdes proyectadas por las hojas de los árboles, y apenas escuchaba fragmentos de la explicación que daba el guía. El profesor Monclova parecía al borde de un ataque cardíaco. Vestido ridículamente con su chaqueta de profesor pero con unos pantalones de boy scout desentonaba con todos los demás; peor aún, con los anteojos redondos colgando al lado de sus binoculares y con su sombrero de explorador calado en la pelona, el nervioso maestro de Historia era blanco de las burlas discretas de sus condiscípulos.

Finalmente, luego de unos metros caminando cuesta arriba, llegaron al acantilado. Una ovación de sorpresa general salió de los labios de todos; debajo de ellos, se extendía prodigiosa una playa de piedrecillas, y entre sus claras aguas, perdidas como fragmentos de un rompecabezas, estaban los míticos islotes, ninguno mayor en tamaño que un patio escolar. Y más allá, se veían las islas de mayor tamaño de aquél inmenso lago, que más parecía un mar interno con aquéllos exquisitos aditamentos naturales.

-Hermoso, ¿cierto? –dijo el guía. –Por lo menos treinta kilómetros hasta donde los ojos alcanzan a ver. Y si miran sobre este mismo acantilado, se encontrarán con el monumento más misterioso de todo este lugar: el arco.

Justo sobre el borde del acantilado forrado con pasto y rocas, se alzaba, majestuoso, imponente y magnífico arco de piedra gris, que dirigía su enorme abertura diagonalmente hacia los islotes llenos de tesoros, como si los observara por encima del hombro.

-Este arco tiene una antigüedad de más de dos mil años, según pruebas geológicas; hasta ahora, ningún estudioso ha podido descifrar el porqué está ahí sobre el acantilado, ni lo que dicen las misteriosas runas que están escritas en sus bordes.

-¿Runas? –saltó de pronto Nina, llamando la atención de sus compañeros.

-Así es. Una serie de runas grabadas a lo largo del arco en relieve; no han sido aún reconocidas ni por lingüistas, ni por antropólogos ni por nadie. Hay quienes dicen –agregó el guía en tono misterioso. –que esas runas no pertenecen a ése grupo que nosotros conocemos. Hay quienes se atreven a afirmar que ésas runas sólo son conocidas… por alguien más…

Dejó que hubiera un instante de silencio dubitativo, y luego dijo:

-Ahora, sigamos hasta la próxima esquina donde nos esperan las escaleras. Tengan cuidado.

Nina hizo caso omiso de la bola de personas que avanzaban despacio, quejándose en voz alta por el fuerte sol, y miró con curiosidad infinita el arco. Cerró los ojos por un instante; recordó cómo, hacía años atrás, en su misma calle había vivido un anciano al que todos llamaban “el vikingo”; tenía de hecho toda la pinta de uno, con su barba larga y enmarañada, su aspecto descomunal tan poco común en aquéllas latitudes, y sus ojos grandes y azules. Este “vikingo” recorría las calles por la mañana, vestido con una raída chaqueta gris, y volvía por las tardes a instalarse silenciosamente afuera de su casa, sentado en una desgastada silla tejida y con libros en idiomas extraños sobre el regazo. Nina lo había visto varias veces, pero sólo en una ocasión había tenido el valor de acercársele; ésa vez, el “vikingo” la miró con ojos fieros por un instante, y luego alargó una mano para revolverle cariñoso los cabellos. A veces a su madre le gustaba decir que desde aquél día los cabellos de Nina no habían tenido arreglo alguno, y la propia joven lo llegaba a pensar seriamente.

Lo que sucedió con el “vikingo” fue por siempre un misterio. Un día, cuando Nina acababa de cumplir los doce años, vieron al hombre salir de su casa; no llevaba su habitual chaqueta, sino una especie de capa con la que se ponía al resguardo de la lluvia, y luego de echar un vistazo final a la calle, echó a andar para jamás volver. Algunos aseguraban haber visto a un hombre de veras enorme, con barba revuelta y una capa muy similar a la que cargaba aquél misterioso vecino ése día, caminando contra las fuertes y heladas ráfagas de viento que golpeaban el Parque Escandinavo, y que llegó frente al arco de piedra. Unos instantes después, el caballero había desaparecido para no volver a ser visto, ni vivo ni muerto, jamás.

En eso pensaba Nina cuando ascendía por la ladera del acantilado. Sus pies no tropezaron con ninguna de las piedrecillas que estaban sueltas, y no le importó que el sol amenazara con calcinarla a causa de su repentina cercanía; sólo cuando estuvo por fin enfrente de aquél hermoso monumento frenó su caminata.

El viento soplaba discreto sobre su cabeza, y de pronto la naturaleza parecía haber enmudecido. Nina extendió una mano para tocar el arco, y dio un respingo cuando la fría piedra tuvo contacto con sus dedos. Era una piedra maravillosamente suave, como mármol pulido, y cubierta verdaderamente de varias runas en relieve, runas en verdad misteriosas que cuando Nina acarició, le pareció que cobraban repentinamente vida. Un suspiro profundo salió de lo más hondo de su corazón, y se dejó llevar por la sensación tersa y curiosa de la roca tallada.

Luego de unos instantes, la joven se asomó por un lado y por el otro del arco, intentando entender cómo una cosa así pudo haber aparecido en aquél acantilado; se la ocurrió que quizá hubo alguna vez ahí un edificio hecho de piedra, pero nada, excepto el arco mismo, parecían hacer probable esa teoría. Como si fuera una niñita juguetona, Nina corrió alrededor del arco, dando alegres voces que esperaba no fueran escuchadas por sus compañeros, pues de otro modo su íntima aventura terminaría en un santiamén; luego se alejó a grandes pasos del arco, y se dispuso a correr hacia él y atravesarlo, sólo por diversión.

-En sus marcas… -susurró para sí. –listos…

Por un fugaz instante recordó a su abuela Lucía, quien años atrás, cuando aún vivía, le había hecho una advertencia en rima:

Si tú la vida no quieres arriesgar

A través de ningún arco deberás pasar.

Las piernas de Nina se entumecieron de pronto, al recordar aquélla curiosa frase; le sorprendió primero haberla recordado luego de tanto tiempo, sobre todo en aquéllos momentos en que se disponía a cruzar un arco. Pero después, dando un resoplido, repuso:

-Sólo lo voy a atravesar una vez y ya. No puede pasarme nada.

Volvió a tomar postura de carrera y, sonriendo, dijo:

-En sus marcas… listos… ¡fuera!

Y echó a correr en dirección del arco como si no hubiera un mañana. Sonrió al ver que le faltaban apenas tres metros para llegar a la meta, dos metros, un metro…

Apenas cruzó su pie el arco, éste golpeó con algo que parecía una piedra suelta, y al cruzar, Nina dio traspiés sobre un suelo especialmente duro y seco.