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martes, 22 de mayo de 2012

LAS RELIQUIAS DE LOS DIOSES (Cap. 1)

1


EL ARCO

El despertador hizo acto de presencia, como siempre, en la mejor parte del sueño. Mirando con rencor el ruidoso aparatito, Nina le dio un golpe firme para silenciarlo, y salió del agradable interior de sus sábanas; tocó con los pies descalzos el suelo, encantada con su tacto refrescante que en aquéllos días de primavera ansiaba tanto, y apenas estuvo fuera del lecho, se dispuso a vestirse.

Nina se miró aburridamente frente al espejo, con un dejo de frustración dibujado en la cara. Odiaba intensamente aquél uniforme, desde su pequeño suéter azul marino hasta su ridícula falda tableada en tonos grises y azules, pero lo que más odiaba eran los ridículos zapatitos escolares. Mientras los miraba, pensó melancólica en cómo suplicó a sus padres para que le compraran un par de zapatos más femeninos, con un poco de tacón quizá, para no tener un aspecto tan aniñado en comparación con el de sus compañeras.

Pero eso no había sido posible, se dijo a sí misma. Mientras estuviera recluida en esa escuela no tendría posibilidades de usar zapatos con tacón, ni de acortarse un poco la falda (que poco faltaba para que le alcanzara las rodillas), ni de hacerse algo en el pelo (tomó entre sus dedos un largo y negro mechón fuera de su lugar), de hecho, mientras no cumpliera aún los dieciocho años, estaba perdida.

-Ya falta poco, amiga. –se animó frente al espejo, y bajó para desayunar.

Lo único bueno de ése día era que tendrían una excursión; lo malo era que la excursión no estaba planeada para ser cómoda. En la costa de aquélla región existía un monumento natural, un archipiélago muy famoso por la cantidad casi increíble de elementos antropológicos que en él se habían descubierto desde hacía casi un siglo atrás. Puntas de flecha, cuchillos, grabados y relieves de origen aún desconocido, y lo más magnífico de todo: un gigantesco arco de piedra. Se alzaba, majestuoso, a unos tres metros del suelo, y se perfilaba solitario frente al archipiélago desde la cúspide de un acantilado.

La multitud parloteaba en el autobús; Nina, silenciosa, se trenzaba el cabello mirando a la calle, y luego, a sus compañeros. Suspiró al descubrir que Alicia, aquélla beldad de cabellos azabache y labios rojos como la sangre, estaba sentada al lado de Edmundo. Los ojos de Nina se entrecerraron, mirando fijamente a aquél alegre muchacho de pelo castaño y rizado, de sonrisa fácil y risa franca; era habitualmente muy reservado y callado, por eso le sorprendió ver cómo Alicia lo manejaba perfectamente dentro de su enredosa plática.

Sacudiendo la cabeza, Nina se dispuso a seguir mirando por la ventana, intentando acallar el dolor en el pecho que sentía por saber que ella jamás podría llamar la atención de alguien así.

El autobús se estacionó frente a una caseta de madera, con el rótulo de “Información” sobre la entrada; afuera de la puerta ya los esperaba el guía, un muchacho de aspecto lánguido y ojos grandes, que sostenía a la vez un altavoz, una radio, un botiquín de primeros auxilios y un sombrero para protegerse del sol. Uno a uno, los estudiantes bajaron del autobús y se detuvieron frente a la caseta.

-¡Buenos días! –exclamó el guía usando su altavoz, lo que le alteró los nervios al pobre maestro Monclova, que de por sí se ponía nervioso hasta con el claxon de una bicicleta. –Bienvenidos todos al Parque Escandinavo; deben saber que este lugar es un monumento natural y cultural…

Los ojos de Nina se perdieron en el horizonte. Estaban rodeados por dos grupos inmensos de árboles que agitaban bellamente sus hojas con la leve brisa de viento, que no era suficiente para calmar el calor de la atmósfera; todos se abanicaban frenéticamente, y los pocos que habían llevado suéter lo dejaban abandonado a orillas del autobús mientras el guía seguía hablando y hablando.

-Ahora todos, les recuerdo que deben tener mucho cuidado; aquí el llano es muy plano y es muy difícil accidentarse, pero todo cambiará cuando lleguemos al acantilado. Hay muchas piedras sobre éste, y aún más por las laderas. Nosotros tenemos una escalera especial para que podamos descender e ir a los islotes que forman el archipiélago, pero cualquier cosa puede ocurrir. Así que por favor anden con cuidado y no se separen del grupo, ¿entendieron?

-¡Sí! –respondió el grupo a coro.

-Excelente. Entonces adelante.

Todos se movieron como una curiosa marabunta azul y gris. Nina se amarró el suéter a la cintura y los siguió; miraba fascinada las sombras verdes proyectadas por las hojas de los árboles, y apenas escuchaba fragmentos de la explicación que daba el guía. El profesor Monclova parecía al borde de un ataque cardíaco. Vestido ridículamente con su chaqueta de profesor pero con unos pantalones de boy scout desentonaba con todos los demás; peor aún, con los anteojos redondos colgando al lado de sus binoculares y con su sombrero de explorador calado en la pelona, el nervioso maestro de Historia era blanco de las burlas discretas de sus condiscípulos.

Finalmente, luego de unos metros caminando cuesta arriba, llegaron al acantilado. Una ovación de sorpresa general salió de los labios de todos; debajo de ellos, se extendía prodigiosa una playa de piedrecillas, y entre sus claras aguas, perdidas como fragmentos de un rompecabezas, estaban los míticos islotes, ninguno mayor en tamaño que un patio escolar. Y más allá, se veían las islas de mayor tamaño de aquél inmenso lago, que más parecía un mar interno con aquéllos exquisitos aditamentos naturales.

-Hermoso, ¿cierto? –dijo el guía. –Por lo menos treinta kilómetros hasta donde los ojos alcanzan a ver. Y si miran sobre este mismo acantilado, se encontrarán con el monumento más misterioso de todo este lugar: el arco.

Justo sobre el borde del acantilado forrado con pasto y rocas, se alzaba, majestuoso, imponente y magnífico arco de piedra gris, que dirigía su enorme abertura diagonalmente hacia los islotes llenos de tesoros, como si los observara por encima del hombro.

-Este arco tiene una antigüedad de más de dos mil años, según pruebas geológicas; hasta ahora, ningún estudioso ha podido descifrar el porqué está ahí sobre el acantilado, ni lo que dicen las misteriosas runas que están escritas en sus bordes.

-¿Runas? –saltó de pronto Nina, llamando la atención de sus compañeros.

-Así es. Una serie de runas grabadas a lo largo del arco en relieve; no han sido aún reconocidas ni por lingüistas, ni por antropólogos ni por nadie. Hay quienes dicen –agregó el guía en tono misterioso. –que esas runas no pertenecen a ése grupo que nosotros conocemos. Hay quienes se atreven a afirmar que ésas runas sólo son conocidas… por alguien más…

Dejó que hubiera un instante de silencio dubitativo, y luego dijo:

-Ahora, sigamos hasta la próxima esquina donde nos esperan las escaleras. Tengan cuidado.

Nina hizo caso omiso de la bola de personas que avanzaban despacio, quejándose en voz alta por el fuerte sol, y miró con curiosidad infinita el arco. Cerró los ojos por un instante; recordó cómo, hacía años atrás, en su misma calle había vivido un anciano al que todos llamaban “el vikingo”; tenía de hecho toda la pinta de uno, con su barba larga y enmarañada, su aspecto descomunal tan poco común en aquéllas latitudes, y sus ojos grandes y azules. Este “vikingo” recorría las calles por la mañana, vestido con una raída chaqueta gris, y volvía por las tardes a instalarse silenciosamente afuera de su casa, sentado en una desgastada silla tejida y con libros en idiomas extraños sobre el regazo. Nina lo había visto varias veces, pero sólo en una ocasión había tenido el valor de acercársele; ésa vez, el “vikingo” la miró con ojos fieros por un instante, y luego alargó una mano para revolverle cariñoso los cabellos. A veces a su madre le gustaba decir que desde aquél día los cabellos de Nina no habían tenido arreglo alguno, y la propia joven lo llegaba a pensar seriamente.

Lo que sucedió con el “vikingo” fue por siempre un misterio. Un día, cuando Nina acababa de cumplir los doce años, vieron al hombre salir de su casa; no llevaba su habitual chaqueta, sino una especie de capa con la que se ponía al resguardo de la lluvia, y luego de echar un vistazo final a la calle, echó a andar para jamás volver. Algunos aseguraban haber visto a un hombre de veras enorme, con barba revuelta y una capa muy similar a la que cargaba aquél misterioso vecino ése día, caminando contra las fuertes y heladas ráfagas de viento que golpeaban el Parque Escandinavo, y que llegó frente al arco de piedra. Unos instantes después, el caballero había desaparecido para no volver a ser visto, ni vivo ni muerto, jamás.

En eso pensaba Nina cuando ascendía por la ladera del acantilado. Sus pies no tropezaron con ninguna de las piedrecillas que estaban sueltas, y no le importó que el sol amenazara con calcinarla a causa de su repentina cercanía; sólo cuando estuvo por fin enfrente de aquél hermoso monumento frenó su caminata.

El viento soplaba discreto sobre su cabeza, y de pronto la naturaleza parecía haber enmudecido. Nina extendió una mano para tocar el arco, y dio un respingo cuando la fría piedra tuvo contacto con sus dedos. Era una piedra maravillosamente suave, como mármol pulido, y cubierta verdaderamente de varias runas en relieve, runas en verdad misteriosas que cuando Nina acarició, le pareció que cobraban repentinamente vida. Un suspiro profundo salió de lo más hondo de su corazón, y se dejó llevar por la sensación tersa y curiosa de la roca tallada.

Luego de unos instantes, la joven se asomó por un lado y por el otro del arco, intentando entender cómo una cosa así pudo haber aparecido en aquél acantilado; se la ocurrió que quizá hubo alguna vez ahí un edificio hecho de piedra, pero nada, excepto el arco mismo, parecían hacer probable esa teoría. Como si fuera una niñita juguetona, Nina corrió alrededor del arco, dando alegres voces que esperaba no fueran escuchadas por sus compañeros, pues de otro modo su íntima aventura terminaría en un santiamén; luego se alejó a grandes pasos del arco, y se dispuso a correr hacia él y atravesarlo, sólo por diversión.

-En sus marcas… -susurró para sí. –listos…

Por un fugaz instante recordó a su abuela Lucía, quien años atrás, cuando aún vivía, le había hecho una advertencia en rima:

Si tú la vida no quieres arriesgar

A través de ningún arco deberás pasar.

Las piernas de Nina se entumecieron de pronto, al recordar aquélla curiosa frase; le sorprendió primero haberla recordado luego de tanto tiempo, sobre todo en aquéllos momentos en que se disponía a cruzar un arco. Pero después, dando un resoplido, repuso:

-Sólo lo voy a atravesar una vez y ya. No puede pasarme nada.

Volvió a tomar postura de carrera y, sonriendo, dijo:

-En sus marcas… listos… ¡fuera!

Y echó a correr en dirección del arco como si no hubiera un mañana. Sonrió al ver que le faltaban apenas tres metros para llegar a la meta, dos metros, un metro…

Apenas cruzó su pie el arco, éste golpeó con algo que parecía una piedra suelta, y al cruzar, Nina dio traspiés sobre un suelo especialmente duro y seco.

4 comentarios:

Reinhardt Langerhans dijo...

Órales, me dejó con ganas este cuento tuyo, Lobita, pero...

¿Como en qué ciudad/centro de población se desarrolla esta historia? Es que intenté imaginar algo con todas las características que planteaste indirectamente, pero no me quedó del todo claro :P

¿Ese tal "vikingo" tiene más presencia en futuras partes? :D Que a mí se me hace que es como el guía o el guardián de Nina :3

¿Para cuándo tu siguiente entrega? :D

Jeje, saludos, Lobita :D
Pásala chido, feliz jueves y bueno... C'est la Vie! :)

Barragan dijo...

nunca habia visitado un blog como este quede algo inpresionado por asi decirlo pero la verdad es que no es la mitologia nordica lo que me llama la atencion sino los vampiros
eso y saber quien es la chica detras de lobita nocturna ?
y que sabes sobre los vampiros

Barragan dijo...

si tienes material de vampiros me lo podrias decir? porfavor o algo solo quiero saber mas de ello me limito a poco material quiero saber mas si quiera podrias pasarme un mail o algo ?

Challenger Blackburn dijo...

Me gusta el inicio de esta historia. Aunque el 2° capítulo ya está publicado me es imposible seguir leyendo con el cansancio que tengo. Escandinavia es el escenario que uso para mis partidas de age of empires 2. Eh... no sé a qué vino eso. Me voy a dormir, y espero poder leer pronto la continuación.
Un saludo de parte de otro lobo.