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lunes, 28 de marzo de 2011

CUENTO DE TERROOOOOOOOOOOOR...

... Y fíjense ustedes que Mr. Hyde me dio una buena idea: a la primera persona que nombre correctamente los cuentos que están entremezclados en esta historia, se ganará... un premio sorpresa ^^ ahí les va!! EL ESPEJO DE AMELIA Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte. MORELLA, Edgar Allan Poe Haber tenido que heredar la casa de su bisabuela resultó en uno de los menos memorables de sus recuerdos, pues la última vez que había estado ahí, cuando su abuela aún vivía, el edificio de aspecto adinerado y soberbio, pero siniestro, presentaba una fachada verdaderamente macabra que le ponía los pelos de punta. Lo peor era haber tenido que pasar la noche ahí, atormentada por los gemidos y sollozos provenientes del piso de abajo, el día que su abuela se murió. Pasó toda la noche encerrada en una de las amplias habitaciones, ricamente amueblada como se acostumbraba hacerlo dos siglos atrás en las casas de los ricos, de los nobles; acompañada solamente por el susurro del viento en el exterior que arrastraba las hojas que cruelmente le arrancaba a los jóvenes castaños, a los vigorosos robles, a las inocentes jacarandas, y el mirar helado de los daguerrotipos que aún colgaban, inmóviles, en las paredes tapizadas. Uno nunca juraría que la casa hubiera sentido el paso del tiempo, pues sus tapices, sus suelos, sus alfombras y sus numerosos adornos provenientes de quién sabe cuántas culturas y mundos resplandecían con la sutileza femenina, por decirlo de cierto modo, tan imponentes como el primer día que fueron colocados, allá por el año de 1848. Ese año fue de gran devastación para la patria. Los americanos acababan de quebrar la parte norte del país, llevándose consigo todo lo que se extendía hasta el río Bravo y pagando por ello una miseria que al menos aseguraba al territorio superviviente la posibilidad de seguir existiendo de manera independiente; lo peor estaba, naturalmente, por venir, con la intervención francesa y las guerras internas, pero por el momento, lo que más le angustiaba a los mexicanos era la violenta pérdida de sus tropas, su territorio y hasta sus vidas propias. Fue por eso que era imposible creer, entre tanto cogollo de gente indignada y atemorizada por la siempre latente amenaza de una segunda entrada del ejército estadounidense, que alguien se atreviera tan tranquilamente a cruzar de un terreno enemigo al otro sin darle importancia a lo perdido ni a lo sufrido. Esta personalidad era nada menos que Amelia Quevedo, una mujer de riquezas que habíase casado con un pobre diablo colmado de dinero en los Estados Unidos; había vuelto viuda, sin hijo alguno y con un verdadero tesoro de joyas y oro, a establecerse en su vieja ciudad por la nostalgia que sentía por su patria, o quizá, porque allá en territorio de habla inglesa no le quedaba nada más. Decían las malas lenguas que ella sola habría acabado con las arcas de cierta ciudad muy al norte, llamada Baltimore, en la cual había vivido los últimos dos años en completa viudez y deleitándose con cosas bastantes peculiares. Doña Amelia regresó a México con una nostalgia firmemente hundida en el corazón, que nunca comunicó a nadie ni dejó exteriorizarse, pero quienes verdaderamente la conocían, descubrieron antes de su partida que la verdadera razón por la cual no quería seguir viviendo en Norteamérica era porque estaba herida en lo más hondo. Doña Amelia, desde niña, había demostrado una verdadera frialdad de espíritu, y esa misma frialdad iba acompañada de un encanto misterioso, fascinante, aterrador, que despertaba el interés de los hombres y doblegaba hasta a las mujeres más altaneras. Ya en Baltimore, se reconocía entre la multitud con su vestido de luto, acompañado por una mantilla española de rico tejido, bajo la cual se echaba de notar un broche que tenía la forma de una magnífica rosa; todos se impresionaban con aquélla visión espectral, y también se sentían fascinados por la enormemente magnífica presencia de la joven viuda, que tendría unos veintiocho años para aquél entonces. Aquélla hermosa y misteriosa dama vivió en total beatitud en Baltimore, sin que nadie entendiera el porqué aquél cambio en su actitud; sus amistades (o lo que pudiera considerarse como amigo) se dieron cuenta de que, día con día, la viuda se hundía en una melancolía extraña, anormal, pero aquélla extraña tristeza parecía haberla vuelto aún más hermosa, más radiante para todos, excepto para ella misma, que un día concluyó que no soportaba seguir viviendo lejos de su país natal y, acabada la guerra, volvió a México, sin despedirse correctamente de nadie y dejando tras de sí, en su lujoso hogar, un guardapelo que fue imposible abrir. El guardapelo, hecho de plata pura, pendía sin vida de un clavo al lado de la enorme ventana frente a la cual doña Amelia se sentaba a mirar el infinito y a leer, porque en sus últimos tiempos en Estados Unidos leía bastante, aunque nadie sabía qué leía. Su llegada no mejoró visiblemente su actitud. Durante algún tiempo, sus criados se sorprendían al escucharla suspirar, ya muy entrada la noche y aferrada a sus libros, musitando de cuando en cuando una palabra, “Raven” (Cuervo), en cierta ocasión la servidumbre notó cómo, mientras leía, se tocaba inconscientemente el pecho y dando un gran salto, gritó con gran pavor: -¡Raven! ¡Raven! ¡Oh, mi pobre Raven! Nadie ahí sabía qué diablos era ese tal “Raven”, aunque sospecharon que debía ser algún hombre que se le había quedado en Estados Unidos, aunque nada que sucediera antes ni ahora podían comprobar dicha teoría, pues se supo bien que Amelia nunca se acercó con intenciones amorosas a nadie más luego de la muerte de su esposo. Luego de aquél ataque respecto al misterioso “Raven”, Amelia se calmó y volvió a sus viejas actitudes. Se casó con un hombre de buena posición y vivió tranquila unos años más, hasta el día aquél en que murió. Nadie supo exactamente cómo fue que el tiempo y la casualidad conspiraron para que cosas imposibles y aterradoras se dieran cita al mismo tiempo. Doña Amelia, que cayó enferma de algo misterioso, comenzó a convertirse en una sombra auténtica, y como sucedió durante su etapa de melancolía, se volvió aún más hermosa que nunca; su marido la miraba, primero con pena, luego con preocupación al notar que, cuando los médicos le confirmaban que su mal era desconocido y por tanto no tenía cura, ella sonreía con un alivio indescriptible, y después, sólo después, el marido comenzó a ponerse verdaderamente molesto con la silenciosa presencia de Amelia, quien a la par que él se enfurecía por lo tardado de su partida, sonreía y se ponía más feliz que nunca. Fue sólo entonces que Amelia pidió tinta, pluma y papel para redactar personalmente su testamento, y luego de eso, llamó a su esposo. -Ten. –le dijo suavemente con dulzura, tendiéndole un sobre sellado. –Aquí dentro está mi testamento, firmado y declarado. Léelo cuando mi hora llegue y ten siempre en mente que todo lo que he sentido por ti, hasta lo más mínimo, ha sido siempre sincero y sin ambigüedad. Esto último sonó casi como un reproche, y el esposo tomó el sobre con cuidado y temblando. Amelia sonrió una vez más, y un gesto de triunfo cruzó su faz. Al momento en que ella exhalaba su último suspiro, en su vieja casa de Estados Unidos, un criado logró abrir, para deleite del nuevo amo de dicho lugar, el grueso guardapelo de plata. Al ver lo que contenía en su interior, ambos hombres palidecieron, y sin querer saber nada más, arrojaron a las ardientes llamas el precioso objeto y jamás revelaron lo que vieron en su interior. Y, al mismo tiempo, el edificio del cual el segundo marido de Amelia era jefe, colapsó sin motivo alguno, destruyendo todo el trabajo de cientos de personas. Los entierros se llevaron a cabo puntualmente, y sólo entonces el marido asistió con un notario para que le leyera el testamento. Su horror no conoció límites al escuchar que de la inmensa fortuna poseída por Amelia no heredaba ni un solo centavo; sintió un doloroso nudo en el estómago, y exigió al empleado una explicación. Por toda respuesta, el hombre le mostró unas copias firmadas de varias transacciones hechas por Amelia antes de morir que eran perfectamente legales y que explicaban con puntos y comas que la casa permanecería tal y como estaba; no podía venderse ni rentarse, y el viudo no merecía ni el dos por ciento de lo que ahí se encontraba. Pero las cosas no se detuvieron ahí, se puso peor. El hombre encontró que, dentro del sobre, venía también una carta del tipo personal escrita por Amelia; la leyó, más por convicción que por deseo de saber algo, y por entender porqué ésa maldita lo había dejado en la calle. Lo que leyó lo estremeció hasta lo hondo de su alma: Sé que nunca me amaste de la manera en que yo pude haberte amado, ni con la misma intensidad con la cual te toleré y te tomé cariño ya estando casados. Es por eso que hoy, Gustavo mío, te confirmo tu lugar en este y en cualquier otro mundo como un simple vehículo, como un lacayo o un sirviente que solamente me sirvió para llevar a cabo mi feliz propósito de tener algo de vida normal. Mi partida no te provocará ninguna tristeza, al menos ninguna que vaya más allá del dolor natural que siente un ser humano ante la desgracia de un desconocido, y por tanto te anuncio que de mis arcas, que codiciaste desde el día que nos conocimos, no verás ni un centavo. Quienes sí verdaderamente gozarán de esta fortuna serán mis descendientes, hijas de el único amor auténtico que pude sentir en vida, y que terminó orillándome a convertirme en lo que soy y seré a partir de ahora. Olvídame, pues, y maldíceme en tu memoria, pero de tu estirpe y de tu legado no quedará nada que no venga de mi decepción y desprecio. El viudo se quedó horrorizado. Leyó varias veces la carta sin comprender del todo su significado, sobre todo la parte final en que Amelia hablaba de su “descendencia”. ¿Cuál, si nunca tuvo hijos ni en ese matrimonio ni en el anterior? La respuesta tenía un tinte que sólo podía existir en la imaginación de un loco: la descendencia sí existía, y de hecho, había existido sólo cuando Amelia murió. Los médicos no quisieron decirle nada al hombre porque ni ellos explicaban cómo fue que, de un cuerpo muerto y sin señales algunas de un embarazo había tenido una hija en plena morgue. La niña estaba muy fuerte y sana, y siendo reconocida como la hija de Amelia, adoptó el apellido de soltera de su madre y fue protegida por una familia hasta que pudiese heredar libremente los bienes de su progenitora. Eso fue el colmo para el viudo, quien simplemente no podía entender; no le importaba el misterio del nacimiento de aquélla criatura, que por encargo escrito de Amelia en su testamento fue llamada Ligeia (nombre raro y nada conocido en aquéllas latitudes), sino que le enfurecía la evidente infidelidad de su esposa. Además de pobre era cornudo, y una bastarda extraña sería la heredera universal de tantas joyas, oro, plata y hermosos objetos que valían más que el dinero pagado por los americanos a Santa Anna para “comprar” el norte de México. Para concluir el misterioso capítulo de la vida y muerte de Amelia, el viudo Gustavo murió en la mayor de las pobrezas sólo unos meses más tarde, llevado por la peor de las locuras y con señales inequívocas de haber sido víctima de un violento ataque. Ligeia, la pequeña tataranieta de doña Amelia, llamada así en honor a su bisabuela, era lo que se dice un verdadero retrato de aquélla mujer tan magnífica. Era el mismo color de ojos, de cabello, la misma complexión y hasta la misma sonrisa torcida, aunque Ligeia no tenía el humor para ser tan despiadada como doña Amelia. Ya tenía sus doce años cuando su madre se vio obligada a volver a aquélla casa que no visitara desde que tenía nueve años, atormentada por los ruidos misteriosos y las sombras. Ligeia, por su parte, encontraba a la casa como un patio de juegos cerrados, y recién llegada corrió por los pasillos y llenó el lugar con sus risas y su felicidad. Los daguerrotipos y los cuadros colgados por todas las paredes no parecían incomodarla, y tampoco la oscuridad existente en algunas habitaciones. Era imposible creer que nada hubiera cambiado en tantos y tantos años, ya no digamos décadas, pero así era. la madre de Ligeia, Rosa, no veía con buenos ojos ese mutismo tan antinatural en la casa, y tampoco entendía porqué demonios a nadie se le ocurrió venderla en tantos y tantos años. Su abuela, Ligeia, hija directa de Amelia, no vendió la casa y vivió hasta la avanzada edad de 99 años; su hija, Carolina, acababa de morir, luego de heredar también la casa, contando ya con 70 años. Rosa tenía en aquél entonces 37 años, y aún recordaba la manera en que la casa había pasado de mano en mano, todas descendientes por línea directa de la dueña original. Era verdaderamente curioso que en todos los matrimonios, sólo hubieran tenido hijas, y más específicamente, una hija, todas de la misma clase y aspecto que la anterior, pero en todo caso, ninguna se parecía tanto a Amelia como ella, su pequeña Ligeia; le puso aquél nombre en honor a su querida abuela, que solía entretenerla durante sus visitas contándole cuentos de terror muy peculiares. Además de ello, en la casa rondaban siempre varios gatos de distinto pelaje, aunque el favorito de su abuela siempre fue un peludo y vanidoso gato negro, el único que gozaba de un nombre real, pues mientras sus compañeros se llamaban Misifús o Lirón o Peluche, él era cariñosamente llamado bajo el nombre de Edgar. Edgar se paseaba frente a Rosa con ademanes de rey, mirándola sobre el hombro hasta el triste día en que falleció. Para sorpresa de todos, el mimado gato vivió a una edad terriblemente avanzada, es decir, hasta los 19 años. Rosa sabía que su abuela había tenido al gato desde recién nacido, pero aún así el animal vivió largo y tendido, como ningún otro animal que la anciana tuviera; Rosa recordó el último día que vio con vida a Edgar: fue cuando llevó a su hija recién nacida con su madre, que había decidido pasar algún tiempo en la casa materna. El gato, que se la pasó sus días arrinconado a un lado de la vieja chimenea, se acercó ronroneando vivamente, mirando con sus ojos brillantes al minúsculo bulto que era Ligeia. Con ademanes casi humanos, Edgar se acercó a la pequeña, olfateándola con sumo interés y ronroneando mientras Ligeia reía a carcajadas al sentir los pelos del gato en su cara. Rosa apartó al animal con un débil empujón, y para su sorpresa la fiera se puso furiosa y le largó un zarpazo. Con la niña en brazos, Rosa le dio tremenda patada a Edgar, que salió bufando del salón. Al día siguiente se dieron cuenta, con gran horror, que el gato amaneció colgado de un árbol afuera de la propiedad. -Los malandrines de ahora. –suspiró su madre con gran pesar, y enterraron al gato en el jardín al lado de un bello adorno de piedra sobre el cual habían tallado la imagen de un palacio junto al mar. Esos fueron los últimos hechos trascendentales vividos en ésa casa, sin contar los vividos anteriormente, como el día que la abuela de Rosa murió y por varios días, juró escuchar, en el interior del cuarto de la anciana, un violento y penetrante latido de corazón. Buscaron por todos lados de dónde podía provenir ése latido, pero no encontraron nada, hasta que dieron con la habitación circular. Aquélla habitación estaba escondida convenientemente tras un tapiz que representaba una escena cómica, de una mascarada en algún palacio y, al centro, se veía un bufón atando a un grupo de horrorosos orangutanes. La habitación circular estaba dividida por siete colores: azul, púrpura, verde, amarillo, blanco, violeta y negro. En éste último fragmento de la habitación había un reloj de ébano ricamente tallado, que sus míseros tic tac producían el falso efecto de un corazón latiendo que tanto había angustiado a Rosa; el porqué había un cuarto ahí y porqué estaba decorado de ése manera, nadie lo supo jamás, pero la niña, con sólo echarle un vistazo, no quiso volver a entrar ahí. Cerraron dicha habitación con llave y Rosa le prohibió a Ligeia acercarse a la recámara de su tatarabuela. La niña se decidió a obedecer al pie de la letra las instrucciones, y durante la tarde, estuvo jugando muy animada en la sala, acompañada de su madre. En uno de sus juegos, se escondió debajo de un sofá, y salió gritando llena de emoción llevando algo entre las manos. -¡Mira, mamá! –gritó, agitando las manos abiertas frente a los ojos de su madre. La mujer se quedó perpleja al ver que aquello no era más que un bicho, un escarabajo, pero no un escarabajo real; se trataba de un objeto de oro con forma de escarabajo rinoceronte que había yacido sin importarle a nadie por largos años y estaba ligeramente cubierto de polvo. -Ten cuidado con los que agarras, Ligeia. –le advirtió Rosa, tomando el insecto y dejándolo en la repisa. Ver ésa figura de oro la había hecho sentir un pavor que no recordaba sentir desde hacía muchos pero muchos años. El resto de la tarde transcurrió en total calma, y por fin, Rosa mandó a dormir a Ligeia. La colocó en una habitación al lado de la suya, a la cual primero le descolgó los retratos y los guardó con llave en el ropero. Luego de eso, caminó hasta la habitación de su hija, y la encontró sentada en el alféizar de la ventana riendo suavemente. -¿Qué haces, hija? –le preguntó Rosa. La niña sonrió, dándose la vuelta, y dijo: -Mamá, he visto a un cuervo. Estaba posado aquí, en mi ventana, y ¡mira! –le mostró nada menos que un par de plumas, negras como la noche, atrapadas entre sus dedos. -¡Le he arrancado al pobrecito unas plumas mientras lo acariciaba! -¿Un cuervo? –preguntó Rosa, confundida. Se asomó por la ventana y no vio nada en el cielo. Jamás había escuchado nada respecto a cuervos en ésa región del país, y supuso con cierto alivio que Ligeia debió confundir a un pobre zanate con un cuervo. La llevó a la cama y le dio un beso de las buenas noches. Rosa no pudo dormir bien, su sueño era demasiado inquieto; en cambio, Ligeia dormía plácidamente, hasta que al darse la vuelta oyó un graznido en su ventana. Se despertó, y se sorprendió al ver de nuevo al hermoso cuervo al que le arrancara las plumas tan sólo un par de horas antes. Se puso de pie, incitada por la curiosidad infantil, y abrió la ventana; el ave no se inmutó. -¡Hola! –saludó ella en voz baja. -¿Qué te trae por aquí? Por toda respuesta, el animal soltó con un golpe un objeto metálico a los pies de Ligeia. Dando un agudo graznido salió volando hacia la noche perdiéndose en la distancia; confundida, Ligeia se inclinó y vio que el pájaro acababa de arrojarle una llave de aspecto antiguo. Fascinada por el descubrimiento, Ligeia decidió ir a despertar a su madre, para mostrarle la preciosa llave; pero cuando salió, no dirigió sus pasos a la recámara de al lado, sino que se siguió de largo todo el pasillo hasta llegar nada menos que al cuarto de doña Amelia. La niña llamó con los nudillos varias veces sin obtener respuesta, y frustrada, hundió la llave de manera inconsciente en la cerradura. Cuál no fue su sorpresa al ver que la puerta se abría. Sin detenerse a pensar en nada más, abstraída como estaba por aquélla aventura, Ligeia entró a la habitación sin cuidar de cerrar la puerta, y exploró largo rato el lugar. Le gustaba su aspecto principesco, y quiso echarse a dormir en la cómoda cama con hermoso dosel y cabecera magnífica, cuando oyó un gemido extraño proveniente de quién sabía dónde. Intrigada, Ligeia husmeó debajo de los muebles y a través de la ventana, hasta que dio con el sorprendente tapiz de la mascarada. Los gemidos venían de su interior, y la niña empujó el tapiz, que se abrió sin producir ningún sonido, y entró a la habitación circular. -¡Oh! –exclamó maravillada. Recorrió el lugar color por color, hasta llegar al lado de color negro. Miró el enorme reloj de ébano, escuchando su suave tic tac que jamás se había detenido, y entonces, de lo alto del reloj, saltó un fardo negro que, llegando a sus pies, maulló con dulzura. -¡Un gato! –musitó la niña, tomando al animal en brazos. El gato ronroneó, como si reconociera a una vieja ama amorosa, y Ligeia se encariñó muy pronto con él; entonces, el gato la miró con sus grandes ojos amarillos y saltó fuera de sus brazos, caminando con la cola muy erguida en dirección a la puerta. Ligeia, como hipnotizada, lo siguió. El gato negro guió a Ligeia por los pasillos oscuros de la casa, la hizo bajar los escalones y caminar hasta una pequeña sala de estar apartada del resto de la casa, un sitio que no había llamado la atención de la niña antes; era este un sitio peculiar, con una amplia alfombra en colores pálidos, muebles ricos de madera oscura pulida, una ventana amplia por la cual entraba a raudales la luz de la luna, y un espejo, grande, ovalado, solitario en ésas paredes desnudas de retratos. Aquél espejo tenía una historia muy curiosa. En vida, Amelia le había rogado a su segundo marido que le comprara dicho espejo, como un simple capricho, pero después de un tiempo, lo mandó colocar en su salón privado, y se le iban las horas sentada frente a él leyendo, aunque ya no suspiraba como antes. Ése espejo resplandecía con la luz lunar, y Ligeia se acercó a él, como hipnotizada por un sutil encanto que la llamaba y le colmaba el alma y el corazón de emociones vagas, misteriosas, nuevas y más profundas que ninguna otra cosa en el mundo. Fue en ése instante que Rosa despertó, dando un gemido. Acababa de tener una vívida pesadilla y, en medio de sus nervios, decidió saltar fuera de la cama y ver a Ligeia, porque su corazón le advertía de un desconocido e inminente peligro revoloteando sobre la cabeza de su amada hija. Se atemorizó al ver que Ligeia no estaba en su recámara, pero al oír el estertor del falso latido, un miedo de muerte se apoderó de ella y descubrió, con horror, que la vieja recámara de doña Amelia estaba abierta de par en par, así como su curioso tapiz. -¡Ligeia! –bramó Rosa, bajando precipitadamente las escaleras. -¡Ligeia! En una vuelta por un pasillo, encontró un hacha que debía ser usada si había una emergencia; la tomó sin saber muy bien el porqué y caminó hasta el oscuro pasillo que daba con el salón. Ahí encontró a Ligeia, parada frente al espejo. Rosa dio un suspiro de alivio y se acercó para abrazar a su hija. -Ligeia, mi hermosa… -susurró la mujer; pero sólo un segundo después palideció. Lo que abrazaba era, sin duda alguna, su hija; el reflejo en el espejo, sin embargo, no pertenecía a ella. Era la imagen viva y brutal de una mujer que llevaba más de ciento cuarenta años muerta, llevando un riguroso vestido de luto, y con una rosa magnífica entre los negros cabellos; la mujer en el espejo sonrió, dando la bienvenida a sus dos herederas: era Amelia. -¡Ligeia! –gimió la mujer, sacudiéndola por los hombros. -¡Ligeia! –le dio la vuelta, y la niña la miró totalmente confundida, como si no supiera muy bien en dónde estaba. Pero la presión sufrida ya había sido demasiada, y Rosa le dio una bofetada a su hija. -¿Porqué lo hiciste, Ligeia, porqué? La niña comenzó a llorar mientras una segunda bofetada caía en su rostro. El gato, que todo el tiempo había estado quieto, bufó lleno de rabia y se lanzó contra Rosa. Ésta se lo quitó de un tirón y, al verlo en el suelo, reconoció al gato de su abuela. -¡Tú! –saltó, mirando al gato con ira. Sin más, levantó el hacha y la dejó caer sobre el animal, quien se salvó de milagro gracias a su agilidad. Sólo así, Ligeia se recuperó, y se adelantó gritando: -¡No, mamá! –se inclinó para tratar de proteger al gato en el preciso instante en que Rosa descargaba un segundo golpe con el hacha. Éste dio de lleno en la frente de su hija. -¡NOOOOOOOOOOO! –bramó Rosa, llena de pavor al ver cómo el hecha caía al suelo mientras la sangre empapaba la frente de Ligeia. La niña la miró profundamente, asustada, sin pronunciar una sola palabra. Lentamente, miró sobre su hombro en dirección a la pared, Rosa hizo lo mismo, y ambas vieron cómo, en el espejo, se reflejaba nada menos que Amelia, mirando con indulgencia la terrible escena. Lo que sucedió después fue algo verdaderamente extraño, sólo comprensible bajo la teoría de que, en este mundo, cualquier cosa puede pasar. Luego de mirar el espejo por última vez, Ligeia se desplomó sin vida en el suelo, el gato, a su lado, se retorció con espasmos de un dolor misterioso, y luego de unos segundos pereció. Y justo un segundo después, lentamente pero sin detenerse, la casa se vino abajo, dejando tras de sí un montón de ruinas viejas, sin asomos de la grandeza que tuvo estando de pie, y lo último que se escuchó al terminar de caerse, fue el largo y claro lamento de una mujer, que se apagó suavemente cuando el viejo reloj de ébano dio su último y lastimero tic tac. FIN Así que... ya saben ;) chao!!!

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