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EN EL FONDO DEL MAR
La luz del atardecer brillaba magnífica en el cielo, tiñendo de rojo sangre las doradas nubes que se paseaban por encima de la pacífica ciudad. Los guardias se apresuraban a encender las gigantescas antorchas, y mientras tanto, en una magnífica y pequeña habitación perfumada, Nina estaba sentada frente a un espejo, cepillándose el cabello para acomodárselo en una trenza; le encantaba todo aquello, desde la habitación hasta su ropa que parecía digno de una princesa medieval, con su delicado bordado dorado en brusco contraste con el azul pálido de la tela.
Mientras terminaba de trenzarse el cabello, escuchó un graznido en la ventana; dándose vuelta vio a uno de los gigantescos cuervos de Odín, que parecía hipnotizado con los ojos clavados en ella.
-¿Qué, ahora también me espías? –preguntó la joven. El animal ni siquiera parpadeó; Nina tuvo la sensación de estar frente a una persona de gran autoridad que la juzgaba silenciosamente por una travesura. –No voy a salir a buscar nada. No sé pelear, no sé encontrar objetos mágicos en mundos mágicos… sé que despertaré de un momento a otro, ¿sabes? Y entonces yo… yo… -se miró al espejo, brevemente, antes de añadir: -No estoy soñando, ¿verdad?
En el espejo se reflejaba el cuervo, que negaba significativamente con la cabeza. Nina lanzó un sollozo de frustración.
-¡No es justo! –susurró. –Yo no he hecho nada para merecerme este… este… castigo… Ojalá jamás hubiera cruzado el estúpido arco, ¿porqué demonios lo hice, porqué? Mi abuela me lo había advertido, “jamás cruces un arco”. No quise escucharla, creí que estaba loca… ¡Quiero irme a casa! –y ocultó la cara en las manos, dejando el llanto correr libremente por sus mejillas. Estuvo así casi cinco minutos, sin que el cuervo dejara de mirarla tranquilamente, apenas agitando un poco sus plumas; finalmente, Nina se limpió las mejillas con un pañuelo, esperando que nadie notara que había llorado, y se puso lentamente de pie, dirigiéndose con paso firme a la puerta. El banquete comenzaría muy pronto.
El salón rebosaba algarabía. La enorme mesa estaba cubierta de deliciosos platillos y adornos exquisitos, aunque algo extraños a los ojos de la jovencita, que se paseaba entre la multitud de dioses (no podían ser otra cosa, se dijo), todos vestidos con sus mejores galas e intercambiando chistes y anécdotas con todos quienes estuvieran a su lado; los criados cruzaban como flechas entre ellos, disponiendo todo de tal modo que, cuando el sol comenzaba a ocultarse y Nina empezaba a sentirse mareada por el hambre, todos los comensales tomaron su asiento y se prepararon para atacar los manjares. Había de todo un poco: dos enormes jabalíes dominaban la escena, seguidos por las aves, los pescados, las semillas (Nina se quedó algo sorprendida de ver aquéllos platos llenos de lo que parecían ser granos de trigo olorosos a aceite y que humeaban suavemente como si acabaran de salir de algún horno) y también las frutas, con manzanas a reventar en diferentes presentaciones, desde la humilde manzana fresca hasta pasteles rellenos con éstas y manzanas cocidas cuya dulce fragancia parecía enloquecer a todos. Había también una bebida que la joven no conocía, y que los criados sirvieron en copas de tamaño espectacular a los presentes.
-Ah… -Nina miró con desconfianza su copa, echándole una ojeada a la feliz multitud. –No sé si deba…
Una muchacha, alta y preciosa de largos cabellos rizados y rubios, se percató de su presencia y preguntó:
-¿Qué te sucede, no te gusta el hidromiel?
-Eh, ¿el qué?
-El hidromiel.
-Yo… es la primera vez que lo veo.
-Hmm… Cierto. –la muchacha suspiró. –Creo que es la primera vez que yo te veo aquí. No te preocupes por la bebida, criatura, no es tan mala y sólo en grandes cantidades podría llegar a embriagarte.
Nina suspiró, abatida, y se llevó la copa (más pequeña, por cierto, que la de los demás) y bebió un pequeño trago. Le gustó el sabor, y dejó la copa a su lado mientras se servía un poco de jabalí. Se sentía tan contenta que se preguntaba si de verdad aquello no era un sueño, las personas platicaban entre sí con gran alegría y cordialidad, la comida era suntuosa y magnífica, al fondo de la sala se escuchaban los músicos que con sus instrumentos (algunos desconocidos para Nina) amenizaban aún más la reunión. Y al frente de todos, riendo con todos como si no hubiera nada por lo cual preocuparse o sentir miedo, estaba Odín; a su lado estaba una mujer hermosa, cuyos cabellos parecían lanzar destellos de luz, y que también reía junto a un joven que a Nina le pareció terriblemente apuesto; tenía la faz blanca, verdaderamente blanca, los ojos destellaban dicha y bondad, su risa era sonora pero agradable, y vestía de una forma tan exquisita que a la joven no le quedó duda que aquél era un príncipe. El joven tan apuesto pareció percatarse de la mirada insistente de Nina a distancia, y dirigió sus ojos a ella; Nina se sintió cohibida, y sus mejillas se encendieron, cosa que empeoró cuando el joven sonrió.
Por fortuna en ése instante, la música y la plática se interrumpieron cuando Odín se puso de pie, copa en mano, y anunció solemnemente:
-Amigos míos, hermanos míos, grandiosos señores y distinguidas señoras, Ases y Vanes tan queridos y apreciados, esta noche una luz más poderosa que la de la misma Luna nos alumbra, y llena nuestros corazones de alivio y esperanza en éstos días de incertidumbre y oscuridad. Aún el fuego más poderoso e indomable puede encontrarse con una poderosa ola fresca que le arrastra y le controla, y aún la noche más negra tiene estrellas humildes como alivio de su siniestra sombra. Hoy deseo brindar no sólo por la esperanza y la luz, sino por quien nos ha traído estas dos cosas tan preciadas representadas en algo tan banal en comparación como un brazalete. Brindemos, amigos y hermanos, por nuestra distinguida invitada, la hija del Recinto Central, la valiente Nina.
Todos dirigieron su mirada al pequeño punto donde estaba sentada Nina, que terminaba de mordisquear el ala de un faisán; al notar las caras de los dioses ella dejó el ala por la paz, sintiéndose atemorizada, y apenas logró medio sonreír cuando todos levantaron sus copas hacia ella.
-Por la valiente Nina. –dijeron a coro.
-Por Nina, la estrella portadora de la esperanza. –continuó el rey. –La valerosa aventurera que ha de devolver a Asgard sus preciosas reliquias, y por la poderosa ola del océano del Recinto Central que apagará el mortal incendio del señor del Fuego.
Hubo un segundo brindis, y Nina se revolvía nerviosa en su asiento sin saber qué decir ni qué hacer. Lo mejor, pensó mientras todos tomaban asiento y la algarabía regresaba al mismo tiempo que llegaban los exquisitos postres a la mesa ya casi desnuda de sus platillos, era esperar a que todos durmieran, tomar sus cosas y marchar, ¿a dónde? De regreso a su propio mundo, y buscar ahí una manera de regresar a casa. Tomó su porción de postre y mantuvo la vista clavada al plato, sin desear ni siquiera volver a mirar al apuesto y rubio muchacho que tan simpático le había caído.
-Fue un precioso banquete. –dijo de pronto una voz grave y dulce. Nina levantó la mirada y se encontró de frente con aquél apuesto joven. Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo entero, y apenas atinó a decir:
-Sí… ¡sí! Precioso.
El joven le sonrió, y Nina volvió a sentir que sus mejillas se coloreaban.
-Una lástima que no estuviéramos todos aquí. Le habría encantado aún más.
-¿No todos? ¿Quiénes faltan?
-Mi hermano, Thor. –el joven señaló un asiento vacío al lado de Odín. –Sólo ha venido su esposa, y se ha retirado pronto. Pobre, está muy angustiada.
-¿Dónde está él?
-Se cansó de esperar a que alguien trajera de vuelta a casa las reliquias, y se marchó a buscar su martillo. Sin él, hay aún más posibilidades de que las cosas en Asgard sigan muy, pero muy mal.
-Pero si él recupera su martillo, ¡entonces no habrá necesidad de que yo…! –pero Nina se interrumpió bruscamente al ver la expresión de desasosiego en el rostro de su interlocutor.
-No es cosa fácil. Sin su martillo, Thor es tan vulnerable como tú, querida amiga.
-Entonces no hay esperanza. –se lamentó.
-¡Oh, pero claro que la hay! Si no la hubiera entonces mi padre jamás habría convocado a los Ases y los Vanes para que esta noche en asamblea te obsequiaran los objetos que necesitarás para tu viaje.
-Pero yo… no puedo hacerlo. –dijo Nina, con los ojos llenos de horror. –No sé luchar contra monstruos gigantes, no tengo magia, ni inteligencia, ni fuerza. Antes de que logre dar un paso afuera seguro que me hará pedazos otro ogro o alguna otra cosa… Lo siento mucho, pero lo del brazalete fue pura suerte.
-La suerte no existe. Las nornas ya han trenzado tu futuro, y en él debieron ver algo realmente brillante; de otro modo, jamás habrías llegado aquí.
-¿Tú lo crees?
-¡Por supuesto! Lo veo en tus ojos. –Nina sintió cómo se sonrojaba cuando los ojos del muchacho (más azules que el cielo mismo) se posaban en los de ella. –Confío en que cuando todo termine, nos veremos de nuevo, pero en un banquete diez veces mejor, porque la felicidad y la paz estarán restauradas.
-Sí. A mí también me gustaría.
Los comensales, uno a uno, se pusieron de pie y abandonaron el salón, no sin antes despedirse del rey, de sus amigos más cercanos, y todos le dedicaron a Nina reverencias y gestos de cariño. La muchacha sintió cómo temblaban sus rodillas; el joven le dijo adiós, dándole un beso en la mano.
-Hasta pronto, querida lady Nina.
-Hasta pronto, eh…
-Balder. Mi nombre es Balder.
-Balder. –repitió ella, sonriendo radiante. Balder se retiró silenciosamente al lado de la hermosa mujer de cabellos brillantes que había estado sentada junto a Odín, y Nina desapareció por otra puerta, acompañada por una criada.
Nina tardó largo rato en conciliar el sueño. Apenas llegó a su recámara, se sentó frente a la enorme ventana, mirando la tranquila ciudad iluminada por las antorchas, y el bosque silencioso en la distancia; era una vista tan magnífica que la joven apenas podía creer que fuera verdad, y duró tanto tiempo contemplándola que hasta olvidó todo lo referente a las reliquias y a su futuro viaje, y sólo se metió a la cama (la cama más deliciosa en la que jamás hubiera dormido) cuando sintió que sus párpados se entrecerraban a cada instante.
Tuvo sueños extraños, inquietantes. Soñó con el bosque que conducía al hogar subterráneo de los enanos, con el gigantesco arco, incluso le pareció ver, mezclado en ésas imágenes idílicas, al asqueroso ogro que la había perseguido; luego, soñó con el Bifrost, cómo lo cruzaba, tranquila, de regreso a Asgard, llevando en un saco las reliquias de los dioses y canturreando de felicidad, porque por fin, en cuanto aquéllos objetos estuvieran en el palacio, ella regresaría a casa, y sería feliz… Pero entonces, el sueño se interrumpía bruscamente; el Bifrost se convertía en un simple puente de piedra, demasiado desgastado y mal hecho, y Nina veía cómo se desmoronaba a sus pies, cayendo a fragmentos en un mar agitado y oscurecido, pues unas nubes de tamaño imposible ocultaban por entero el sol y cualquier rastro de su luz. Nina corría, intentando librar aquélla mortal trampa, abrazando con fuerza el saco como si la vida se le fuera en ello, buscando el final del puente, pero como éste se despedazara a gran velocidad, temió que el tramo final estuviera ya destruido. Siguió corriendo, hasta que un pedazo del puente falló bajo su pie derecho, haciéndola tambalearse y caer boca abajo en la roca; el saco donde iban las reliquias se le escapó de los brazos y fue a parar al océano. Nina lanzó un grito de espanto, al mismo tiempo que escuchaba una risa horrible, malvada, estridente, que parecía burlarse de su desgracia en algún lugar peligrosamente cercano a ella, aunque no lograba ver a nadie más en medio de ése desastre.
Entonces, el puente se fracturó, y Nina cayó al océano lanzando un desgarrador grito de terror. Pero jamás llegó a tocar el agua, sino que se hundió en una profunda oscuridad, tan silenciosa y quieta que le dio miedo. Tuvo una sensación extraña, como si algo muy grande o muy fuerte estuviera aplastándole el pecho, dificultándole respirar; Nina luchó contra aquélla sensación, aunque sus miembros apenas respondían, y en medio de su angustiosa pelea creyó ver, frente a ella, unos ojos grandes de color verde que la miraban con una mezcla de pavor y de odio infinito… eran los ojos más terribles que jamás hubiera visto, y sintió tanto miedo que ella cerró sus propios ojos para no tener que contemplarlos más y lanzó un grito de auxilio.
Oyó como si algo muy pesado cayera y se hiciera añicos, y entonces la oscuridad se disolvió y la presión desapareció. Nina abrió los ojos lentamente, y se encontró en su habitación del palacio, completamente sola, a excepción del cuervo gigantesco que revoloteaba haciendo un ruido de espanto con sus alas, moviéndose como si estuviera persiguiendo una presa invisible. El cielo aún estaba ligeramente oscuro, pero se notaba cómo muy pronto empezaría a amanecer.
Nina se incorporó en la cama, llevándose una mano al pecho y respirando entrecortadamente; aún tenía la sensación de que algo había estado apretando su cuello y su tórax, y le costó varios minutos tranquilizarse y respirar con normalidad. Entonces, un segundo cuervo entró como flecha por la ventana abierta y se posó sobre las rodillas de Nina. Llevaba un pequeño rollo de pergamino en el pico.
-¿Pero qué es esto, amiguito? –preguntó ella, tomando el rollo y desenvolviéndolo. Era una nota que, escrita con letras claras y firmes como si fueran de molde, recitaba:
Ve al salón del trono antes del amanecer.
Nina dejó a un lado la nota, acarició el cuerpo sedoso del cuervo, éste levantó suavemente el vuelo y la joven saltó del lecho, lista para vestirse. Se preguntó qué debería usar mientras abría el ropero, y se encontró con la respuesta más obvia al ver, a un lado de sus ropas normales, una especie de vestido con mangas largas y falda corta por encima de las rodillas, de un precioso color verde oscuro y bordado de plata en los puños; unas botas de piel y una capa larga y negra completaban el cuadro.
Nina se vistió rápidamente, se volvió a trenzar el cabello y le dirigió una mirada de nostalgia a su habitación; tenía la sensación de que, quizá, jamás volvería a verla. Luego dirigió rápidamente sus pasos hasta el gran salón que viera la primera vez que entró al palacio, mientras el cielo se aclaraba un poco más.
Odín se encontraba de pie, acompañado por sus dos preciosos lobos que se paseaban alrededor del trono, y al mismo tiempo que Nina llegaba a su presencia aparecieron revoloteando los dos cuervos; uno de ellos se apoyó sobre el hombro del rey y acercó su pico al oído de éste, como si le susurrara algo; Odín pareció conmocionado por lo que fuera que le dijera el cuervo, y Nina lo escuchó murmurar:
-¡Imposible! ¿Y qué ocurrió luego? –el animal volvió a acercar su pico, y el rostro del rey se relajó. –Bien hecho… -luego dirigió su mirada a la joven, que esperaba con las manos entrelazadas. –Nina, tu misión se trata de un verdadero peligro no sólo para ti, sino para toda criatura viviente en los Nueves Reinos. Dependerá de tu astucia y velocidad que éste peligro desaparezca lo más pronto posible, pero claro está que recibirás toda la ayuda posible. Ven aquí.
La joven se acercó lentamente a él, con los ojos anhelantes. Temblaba de miedo, pero también de emoción. Odín tomó del trono lo que parecía ser una botellita llena de un líquido rojo tan brillante como la sangre.
-Éste es un cordial, será útil para curar las heridas que quizá recibas en este viaje. Y aquí –tomó una daga, cuyo mango estaba maravillosamente tallado y representaba a un lobo con las fauces abiertas. –está una de tus armas. Cuídala bien, pues tu vida dependerá de ella. También necesitarás esto –le entregó ahora una aljaba y un arco. –y esto también –tomó dos pequeños saquitos de cuero, uno de color rojo oscuro y el otro café. –el saco rojo contiene unos polvos especiales, que deberás espolvorear sobre las reliquias en cuanto las encuentres, y así ellas volverán al palacio sanas y salvas, y sin que tú te arriesgues a tenerlas contigo durante largo tiempo. En este otro saco hay unas piedrecillas mágicas, deberás arrojar una por cada fogata que enciendas sin dilación de ninguna clase.
-¿Porqué, señor?
El rostro de Odín pareció ensombrecerse.
-El fuego escucha, Nina. –la joven no entendió lo que acababa de decirle; luego recordó lo que le había contado de las reliquias y del misterioso Loki, que tenía poder sobre el fuego, y un escalofrío le recorrió la espalda al mismo tiempo que, de una forma inquietante, volvía a sentir la violenta presión en el pecho. –Y por último, necesitarás una de éstas…
Nina sintió que las rodillas se le doblaban al ver una espada; no era como las que aparecían en las películas de caballeros ni las que se exhibían, viejas y oxidadas, en los museos. Era una espada auténtica, brillante y pulida, larga y afilada, con su mango exquisitamente adornado con rubíes y zafiros, guardada en su funda.
-Pero, señor, yo no sé… cómo… -murmuró Nina.
-No te preocupes por eso. Recuerda que ninguno de estos objetos son comunes, poseen su propio sortilegio, y mientras dudes ellos sabrán cómo actuar. Cuando el tiempo pase, y te acostumbres a portarlos y a utilizarlos, entonces su sortilegio se desvanecerá y serán verdaderamente tus armas, y no habrá criatura en ningún mundo que se atreva a enfrentarte. ¿Lo has entendido?
La joven asintió.
-Ahora… Aquí tienes un mapa. –Odín le entregó un mapa muy parecido al que tenían los enanos. –Deberás ir de un mundo a otro en busca de las reliquias; habrá peligros, y por eso hemos puesto a tu disposición las mejores armas y sortilegios para protegerte. ¿Has comprendido?
-Sí, señor. –asintió.
-Ten cuidado, Nina. No todas las amenazas aparecerán en forma de monstruos terribles; no confíes en nadie, por más amistoso o galante que parezca. Vamos.
Los dos cruzaron el salón y llegaron hasta las puertas principales. Ahí los esperaban dos guardias.
-Abran la puerta. –les ordenó Odín. –Naturalmente cruzar los mundos es una tarea ardua, y por lo tanto necesita de alguien que pueda moverse a gran velocidad entre ellos.
-¿Ah, sí? –la puerta se abrió, y Nina escuchó un relincho poderoso. Esperó ver algún corcel, probablemente alado como los que aparecen en pinturas mitológicas, pero nada podría haberla preparado para ver a la criatura que sujetaba diligente un pequeño criado.
Era un caballo de tamaño impresionante, de color gris y con largas crines negras y sedosas; llevaba la cola adornada con ricas trenzas atadas con lazos de oro y sus cascos parecían estar cubiertos del mismo material; era una bestia magnífica en todo sentido, desde su cuerpo grande y musculoso hasta su brida dorada y su silla de montar forrada de terciopelo. A Nina le pareció divino, hasta que notó algo extraño. El sonido que producían sus cascos parecía demasiado ruidoso, como si fueran dos caballos los que golpearan a destiempo en el suelo, y cuando dirigió la mirada a sus poderosas patas tuvo que ahogar un grito de sorpresa. El caballo tenía ocho patas, largas, fuertes y delgadas.
-¡Dios mío! –exclamó ella. -¿Qué es eso?
-Ese es mi corcel, Sleipnir. –dijo Odín. –No encontrarás un mejor caballo en los Nueve Reinos, es tan veloz como el pensamiento mismo y no necesita cabalgar sobre tierra firme. Te lo presto, para asegurarme de que llegues pronto y a salvo a tu destino. Lleva en sus alforjas suficiente comida y agua para ambos, pero tienes que ser precavida.
-Claro… claro. –musitó Nina. Aún contemplaba con sorpresa las ocho patas que se movían sin cesar.
-Adelante. –los dos se acercaron al corcel, que dejó de patear y bufar y miró fijamente a los recién llegados. Odín alargó una mano para acariciar el hocico de Sleipnir, y luego, primero con temor y luego con más firmeza, Nina tomó entre sus dedos las largas crines, también adornadas con trenzas doradas, y le sorprendió lo suave y cálido de su tacto. La criatura relinchó suavemente.
-Bien. Ahora, Nina, comienza tu viaje. Recuerda las instrucciones que te he dado, ten mucho cuidado y… Te deseo suerte.
Nina inclinó levemente la cabeza en dirección a Odín, que le respondió con un gesto similar, y luego la joven tuvo que subirse a Sleipnir. No era tarea sencilla, porque el animal era de un tamaño mayor al de los caballos normales y porque francamente, Nina jamás se había montado a un caballo, excepto a un poni cuando tenía como cuatro años y casi no lo recordaba. Sleipnir esperó pacientemente a que la muchacha lograra, por fin, dejar de hacerse un lío con las riendas y el asiento, y cuando por fin estuvo sentada en la postura correcta, tomó suavemente las bridas y miró al frente, por entre las orejas del caballo.
-Bueno… Y ahora… ¿qué hago? –Nina estaba materialmente clavada al asiento, sin saber ni qué hacer, con las manos agarrotadas aferrando las riendas como si de ello dependiera su vida, y mirando cómo el sol comenzaba, débilmente, a aparecer en el horizonte. Sleipnir golpeó sus cascos, sacándola de su ensimismamiento. –Eh…
Nina golpeó suavemente con sus talones los costados de Sleipnir; el animal relinchó con fuerza y, para su gran espanto, se paró en sus cuatro patas traseras.
-¡No hagas eso! –exclamó, sujetándose con todas sus fuerzas; el caballo se colocó nuevamente en sus ocho patas y echó a correr hacia las escaleras. Nina esperó sentir el golpeteo cuando Sleipnir bajara los peldaños, pero éste jamás sucedió, ellos simplemente seguían avanzando en horizontal, y luego, lentamente, ascendieron.
-Sleipnir, ¿qué…? ¡AAAAAH!
Acababa de descubrir que no cabalgaban sobre el suelo, sino en el aire. Sleipnir se movía a una velocidad increíble, cruzando como si nada las nubes a su alrededor, como siguiendo lo que quedaba de la noche mientras a sus espaldas se alzaba radiante el disco solar; Nina se aferró a las riendas, mirando sorprendida de un lado a otro mientras algunas aves cruzaban veloces a su alrededor; los dos cuervos reaparecieron, y graznaron alegremente junto a ella. Sleipnir siguió su cabalgata, el cielo empezó a volverse de un hermoso color rosa y después azul, y Nina disfrutaba el paseo, deseando jamás dejar de cabalgar en medio del cielo de la mañana.
Las aves se dispersaron, los cuervos dieron la media vuelta y se escabulleron entre las nubes; Nina escuchó una especie de murmullo y pudo ver, cientos de metros por debajo de ella, el océano. ¿Aún estaban en Asgard o aquello ya era otro mundo? El ruido de las gaviotas fue su respuesta. Estaba de vuelta en Midgard, en casa.
Sleipnir relinchó con más suavidad, y se lanzó como una flecha hacia el mar, Nina tuvo que abrazarse a su cuello para no resbalarse, y unos metros antes de estrellarse contra el agua el caballo volvió a posicionarse y cabalgó a la misma velocidad. Las olas se agitaban rítmicamente a sus pies, y para gran asombro de la joven, podían verse, debajo, las siluetas de grandes animales marinos. A lo lejos, en ése mar gris y frío, escuchó el llamado profundo de las ballenas, y justo debajo de ella vio emerger un pequeño ballenato de color azul oscuro, que echaba largas bocanadas de agua por su espiráculo.
-Increíble… -musitó, sonriente, antes de que Sleipnir se elevara un poco más, dirigiéndose a gran velocidad a lo que parecía ser el norte del mundo. Poco a poco dejaron atrás a las ballenas, y aparecieron en el horizonte grandes bloques de hielo, que contrastaban magníficamente con el sol, que se reflejaba más allá. Amanecía apenas en casa, pensó la joven, y sintió una punzada de nostalgia.
El aire se tornó más frío; Nina se echó encima la capucha de la capa, esperando que Sleipnir no la llevara hasta los polos; sintió alivio al ver cómo, apenas aparecieron unos pequeños copos de nieve, el caballo descendió a tierra firme, con tanta suavidad como un ave, y sus cascos se hundieron en el hielo y la nieve.
Caballo y jinete trotaron hasta el final de un acantilado, muy parecido al que tenía en su cima el misterioso arco de piedra, e incluso se veían, no muy lejos de ahí, un bosque de abetos. Debían encontrarse, pensó Nina, en alguna parte al norte de Europa o de América, pues aunque hacía frío y había nieve, no estaba del todo congelado.
Nina desmontó a Sleipnir, quien agitó sus crines con fuerza y empezó a andar de un lado a otro, tranquilo, sin rumbo fijo.
-Sleipnir, no hagas eso. –ordenó ella. –Debemos buscar las reliquias.
Empezó a escarbar debajo de la nieve, buscando cualquier objeto que pudiera parecer valioso. No encontró nada, excepto algunas piedras y, si acaso, los primeros brotes de pasto de la temporada; dirigió una mirada al bosque, no le parecía demasiado grande ni profundo, y se encaminó a él para entrar y buscar ahí. Miró los grandes abetos escarchados, tratando de escuchar cualquier sonido que indicara vida en aquél bosque, porque si de veras los objetos estaban en manos de otros monstruos (su mano derecha se sujetó al mango de su espada con mucha fuerza) entonces era probable que aquéllas criaturas anduvieran por ahí, vagabundeando igual que el ogro, y seguro que harían un ruido espantoso con sus patas o dejarían huellas en la nieve. Se metió al bosque, dudando, buscando huellas.
Caminó durante un buen rato, el suficiente para que la débil niebla de la mañana se disolviera, esperando hallar señales de vida. Encontró nidos de aves en las partes más bajas de los árboles, pero los nidos estaban abandonados, congelados y algo destrozados; llegó a una cuevecilla y se asomó, discretamente, a su interior, procurando ocultarse entre las rocas que estaban a su entrada; tampoco había nada, aunque el lugar daba la sensación de haber guardado alguna vez un oso o dos, por las marcas de rasguños que había en las paredes. Nina continuó su caminata, y encontró vestigios de lo que, quizá, alguna vez fueron casas de humanos, casas hechas de madera y muy toscas, pero de quienes las habitaron no había rastro alguno. Le alegraba no haberse encontrado aún con ninguna criatura, pero aquélla aparente soledad comenzaba a inquietarla, no parecía normal en absoluto. ¿Qué hacían ahí esas casas, esos nidos y esas cuevas si, al parecer, nadie las había habitado? O quizá (y la joven se estremeció al pensar en ello) hubo, hace no mucho tiempo atrás, muchas criaturas viviendo en ése bosquecillo, y de alguna forma misteriosa, éstos se habían marchado.
-Pero, ¿a dónde? –pensó ella. –Estamos rodeados por el mar, y más allá sólo ha icebergs y montañas enterradas en nieve… ¿a dónde se fueron todos? A menos que algo… o alguien… se los hubiera llevado.
Dando un gritito de horror ante ésa oscura perspectiva, Nina volvió sobre sus pasos, y no se sintió aliviada sino hasta que se encontró con Sleipnir, que parecía muy entretenido en querer desenterrar algo de la nieve.
-Sleipnir, ¿qué haces? –preguntó Nina, acercándose. El caballo golpeteaba la nieve como tratando de sacar algo, y Nina se inclinó para ayudarlo. Hundió los dedos en la nieve y escarbó apenas unos centímetros cuando se topó con algo, algo frío, delgado y extrañamente pulido al tacto. El corazón de la joven se aceleró.
Nina escarbó aún con más fuerza, hasta que vio entre la nieve un delicado destello dorado; anhelante, hundió los dedos en la nieve aún más, buscando el final de aquél objeto, que parecía alargarse entre más excavaba. Al cabo de unos minutos, y con las manos entumecidas, la joven dio con una tremenda boca, que era en lo que terminaba aquélla cosa; la boca estaba bloqueada por la nieve, y Nina tuvo que sacarla toda para poder alzar el objeto. Cuando lo hizo, notó que se trataba de un cuerno, largo y pesado, que parecía hecho de oro puro; tenía talladas varias runas y hermosos relieves decorativos, y para poder cargarlo estaba atado a un cinto de cuero grueso.
-Éste es… debe ser… -Nina intentó colgarse el cuerno al hombro, pero con la aljaba eso le causaba molestia, y prefirió atarlo a la alforja de Sleipnir. De pronto, recordó lo de los polvos mágicos. -¡Ah! Casi lo olvido.
Desató el cordón del saquito de cuero rojo y miró a su interior. Era un polvo negruzco, aparentemente sin ningún valor, pero a la luz eran visibles sus destellos, verdes y violetas, y además despedía una fragancia deliciosa, que sólo había olido en el interior del palacio. Se dispuso a tomar un pellizco de los polvos cuando, de pronto, sintió como si la tierra temblara bajo sus pies.
-¿Qué…?
Sleipnir de pronto relinchó y se encabritó bruscamente, tratando de alejarse lo más posible del borde del acantilado. Nina lo sujetó de las riendas, intentando controlarlo; el mar se agitaba de una manera especialmente violenta, pero el cielo estaba en total calma, descartando la posibilidad de que se tratara de una tormenta. Aún así, Nina sintió una inquietud en el pecho, y de pronto deseó también marcharse lo más aprisa del lugar.
De pronto, se escuchó un estertor, como si algo rugiera debajo del agua. Nina, aún atrapada a las riendas de Sleipnir, miró de un lado a otro, buscando la fuente del sonido, esperando ver salir, de pronto, algún monstruo o criatura fuera de lo común. El estertor continuaba, cada vez más fuerte, más cercano, más amenazante…
Hubo un instante de silencio. Y luego… una ola enorme rompió a los pies del acantilado, y de ésta broto, primero, una especie de roca de tamaño casi similar al del acantilado, y justo detrás de ella apareció un cuerpo largo y delgado, pero gigantesco, que rodeó el acantilado formando un arco. Nina miró, mitad sorprendida, mitad atemorizada, aquélla misteriosa criatura. El ser rodeó con su cuerpo el acantilado, pasando incluso por encima del bosque de abetos, y para gran sorpresa de la joven, su enorme cuerpo se abrazó al acantilado, haciéndolo temblar; la criatura se apretaba más y más fuerte, y los abetos debajo de su cuerpo se aplastaron, y el suelo empezó a resquebrajarse.
-¡Lo va a romper por la mitad! –gritó Nina, quien saltó veloz a la seguridad del lomo de Sleipnir; el animal retrocedió lleno de pánico, a tiempo justo para evitar caer, pues el monstruoso ser marino acababa de logar su objetivo, y la mitad del acantilado se hundía a increíble velocidad en las turbulentas aguas. El grito de miedo de Nina fue inaudible a causa del estruendo provocado por el mar. Y entonces, entre las aguas revueltas, reapareció la cabeza de la temible criatura; era un rostro horrible, plano y afilado, con largos colmillos que sobresalían de su boca. Era una serpiente marina, pero era la serpiente marina de mayor tamaño y fuerza de la que Nina hubiera oído jamás. Recordó de pronto, como en un sueño, una historia sobre una serpiente, tan grande que su cuerpo entero podía rodear el mundo…
-Es… la serpiente del Midgard. –musitó, mirando fijamente aquéllos ojos horribles, mientras la serpiente alzaba un poco su cuerpo por encima del tumultuoso océano. Su horrible boca se abrió, mostrando una hilera de afilados colmillos y su larga lengua bífida, con la que hacía aquél sonido tan horroroso que tanto la había desconcertado. Su largo y escamoso cuerpo se dirigió veloz hacia Nina y Sleipnir, con las fauces abiertas de par en par; el caballo dio un salto, y quedó estático en el aire, varios metros por encima de la cabeza de la serpiente, quien chocó de frente con la nieve. Sacudiendo su cabeza, el animal dirigió su mirada al cielo, y se aventuró a embestirlos una vez más; Sleipnir dio un nuevo salto, y la criatura bufó, furiosa. Un destello asesino cruzó su mirada.
-¡Vámonos! –exclamó Nina, hundiendo sus talones en los costados de Sleipnir. El caballo echó a correr, pero la serpiente de Midgard no perdió de vista a su presa, y a cada instante hacía un nuevo intento de atraparlos entre sus horripilantes colmillos. Nina azuzaba aún más al corcel, que piafaba y corría de un lado a otro, pero rodeados como estaban por el mar eran presas vulnerables, por más que se elevaran.
Entonces, Nina fijó su vista en un lejano iceberg. Era demasiado alto y ancho, además de increíblemente grueso, y entonces una idea le cruzó por la mente.
-¡Sleipnir! –gritó por encima del eco del mar y de los bufidos de la serpiente. -¡Ve hacia allá, rápido!
Sujetó las riendas y las movió para que la cabeza del caballo apuntara directo al iceberg, y lo golpeó con suavidad en los costados. El animal entendió pronto la señal y echó a cabalgar a velocidad vertiginosa; la serpiente los seguía, apenas escasos cinco metros debajo de ellos, con la cabeza apuntando a sus presas y silbando horrorosamente. Faltaban ya unos metros para llegar al iceberg, Nina seguía espoleando a Sleipnir, la serpiente abría sus fauces, lista para el certero ataque final…
Con un inesperado giro, Sleipnir giró con la misma destreza que un ave en el aire, esquivando el iceberg y subiendo hasta su cima. Debajo, se oyó un tremendo choque y un bufido de dolor. Nina se atrevió a mirar a pesar de lo difícil que le resultaba sujetarse, y descubrió que su plan había tenido éxito; la serpiente del Midgard no sólo había chocado contra el iceberg, sino que con la fuerza de la colisión había quedado con la cabeza atrapada dentro de aquél inmenso bloque de hielo. Aún se escuchaban sus silbidos de rabia y su cuerpo se retorcía brutalmente, alzando olas de casi cinco metros de altura, pero al menos, estaban a salvo.
Dando un suspiro de alivio, Nina tiró de las riendas para detener la carrera angustiada de Sleipnir, y luego lo dirigió tiernamente de regreso al sur, dejando atrás a la desesperada serpiente marina, que siguió chillando y retorciéndose, luchando por desenterrar su horrible cabeza del iceberg.
Varios kilómetros a lo lejos, encontraron un archipiélago; las olas cristalinas chocaban con las costas de aquéllos islotes, y la tierra estaba cubierta de pasto. También podían verse, en los islotes de mayor tamaño, grandes rocas talladas y pequeños altares de cantera gris. Sleipnir aterrizó en uno de ellos, donde estaba una roca alta y delgada cubierta de runas, y que lucía en su punta el dibujo de una especie de ancla o martillo.
Nina, aún montada, sacó los polvos y echó un pellizco de éstos sobre el cuerno. Ante su sorprendida vista, el cuerno se disolvió en el aire, como si no hubiera estado nunca ahí; miró de un lado a otro en el cielo, esperando ver en él alguna señal de que la reliquia había llegado a su lugar correcto.
Entonces, el suave murmullo del mar se ahogó con el ruido largo, alegre, musical, de algún instrumento que parecía estar entre las nubes. El cuerno de Heimdall sonaba por todo el archipiélago, llenando de esperanza el corazón de Nina, que sonrió.
-Sleipnir… -desmontó al caballo. –Descansemos un poco antes de seguir.
Y se puso a descargar las alforjas con comida, disfrutando del suave viento que recorría al islote y del llamado de las gaviotas.