FAVOR DE ALIMENTAR A HOLMES Y A HELSING, GRACIAS.



jueves, 27 de enero de 2011

HOY LES VOY A CONTAR UN CUENTO

Como no me ha pasado nada emocionante durante estos días, y además falta muy poco para entrar a clases, aquí les dejo un cuento que escribí inspirado en dos historias: Ligeia y Leonora.
P.D El de Morella no, está muy macabro.

CHRISTINA
En mi juventud tuve ciertas inclinaciones por las delicadas artes de la poesía. Era mi placer caminar por el campo lóbrego de mi natal Inglaterra y ocultarme entre los árboles robustos y jóvenes de los primeros días de primavera, tomar un libro de versos y recitarlos calmadamente, protegido así con el verdor lozano y alegre del campo y escuchado únicamente por los pájaros que sobre las ramas se posaban. De tarde en tarde, mi melancolía era tal que subían a mis labios los versos entristecidos de Quevedo, y musitaba al viento, con aires de gran declamador y con el corazón oprimido:
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
medulas, que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejaran, no su cuidado;
serán cenizas mas tendrán sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.
Era entonces que mi alma se nublaba de dudas, de ideas, de añoranzas. Mi padre me crió solo, porque siendo yo un niño mi madre fue entregada a la muerte luego de una agonía trágica, de la cual, por suerte, me preservaron ambos lejos de conocerla o presentirla siquiera, y aquélla hermosa mujer de cabellos rizados y castaños, de ojos dorados y sonrisa franca que tanto alegrara los días de mi padre, expiró en la más alta quietud de una noche invernal. Su repentino deceso despertó en mi progenitor una gran angustia que no logró acallar ni con todo el vino ni con todas las fiestas del mundo, y al final, él también fue arrastrado por la siniestra Parca para que compartiera la hipotética eternidad con mi amada madre. Quizá fue durante ésa época de juventud que me atrajo intensamente el deseo curioso de saber si el amor, el tipo de amor más puro y sublime que pudiese llegar a sentir un hombre, podría sobrevivir como el alma a la tumba, o si acaso, hasta las llamas más poderosas de éste amor se apagaban junto con la vida.
Dejé de pensar en eso algún tiempo más tarde, cuando ya estaba yo sobre mi quinto lustro de existencia, decidido a nunca experimentar mayor pasión que aquélla que se representara en los libros de poemas, en parte por miedo a experimentar o provocar un dolor por la pérdida del ser querido, y en parte por mi propio egoísmo, que si bien nunca llegó a traslucirse en mí, sí actuaba ante los otros como un negro velo que me cubría y me alejaba.
Precisamente, algunos años después de haber tomado esta dura decisión, salí del campo de mis nostalgias, dejé las tumbas matrimoniales de mis padres y marché a un sitio no tan alejado donde me esperaba una labor física lo suficientemente fuerte como para mantener mi alma (melancólica por naturaleza) lejos de cualquier cavilación que pudiera perturbar aunque fuese por poco las memorias que había enterrado en mi corazón.
El lugar al que llegué era una villa preciosa, y mi nuevo empleo se ubicaba en una mansión al pie de una pequeña colina alejada del pueblo, toda ella cubierta de suave y brillante pasto. Cualquier buen observador se hubiera fascinado con aquélla visión de paraíso, con sus árboles frondosos rodeando la colina y sus flores de varios colores por entre el esmeralda eterno de la naturaleza, como una precioso pintura clásica donde solo faltarían las diosas más hermosas del Olimpo para hacerlo idílico y celestial.
Al contrario que el campo que la rodeaba, la mansión tenía desde afuera un aspecto lúgubre. Era un edificio rectangular, más ancho que alto, y con unas almenas demasiado pequeñas para ser tomadas como tales. Los grandes ventanales estaban siempre abiertos, pero medio cubiertos por gruesas cortinas de colores oscuros; a primera vista, hubiera yo jurado que a familia estaba de luto, pero los amables personajes que vivían en aquélla atmósfera tan deprimente y a la vez sublime eran personas de carácter afable y sin pizca de tristeza, aunque de vez en cuando, la señora de la casa se mostraba un poco abatida; era entonces que su esposo, un hombre alto, apuesto y cabal, le apretaba brevemente la mano, le musitaba palabras de aliento que yo no lograba comprender, y entonces aquélla encantadora y triste mujer suspiraba y asentía con resignación, antes de cambiar su faz con una sonrisa que a veces me parecía ensoñadora, anhelante.
Mi trabajo en aquélla mansión consistía únicamente en labores domésticas y en ayudar al dueño con sus papeles, como si fuera un criado secretario. El resto de la servidumbre tenía labores mucho más pesadas que las mías, y la gran mayoría de ellos, necesario es decirlo, pasaron largos días mirándome con feroz desconfianza. Los señores, por el contrario, fueron desde el principio muy amables y directos, explicándome todo aquello que necesitara saber, desde horarios para cada actividad hasta algunas recomendaciones de carácter más bien personal. Ellos fueron quienes me dijeron que el pasillo del este llevaba largo tiempo deshabitado, y que sus habitaciones, aunque más amplias que las del lado oeste, estaban todas tan arruinadas que era imposible guardar algo o habitar en ellas, y me convinieron a no acercarme a ella, por mi propia seguridad. Al parecer, todos los sirvientes conocían esta premisa, porque absolutamente nadie cruzaba a aquel fantasmagórico pasillo, iluminado únicamente por la luz de las ventanas que se encontraban en el muro exterior de la casa.
Los señores no tenían hijos, excepto uno, según me explicó el caballero, que estaba estudiando en Londres y al que hacía tiempo no veían. En cierta plática que tuvimos en una tranquila ocasión, cierta tarde de verano cuando un cielo gris coronado por algunos rayos de sol cubría toda la colina, me contó que su hijo había nacido con un carácter muy peculiar, siendo desde niño muy sensible a la belleza en cualquiera de sus presentaciones y siendo, por lo tanto, un poco melancólico. Imaginé que los suspiros ahogados de la señora provenían de su deseo maternal de volver a estar junto a su retoño, pues es bien sabido el gran amor que sienten las madres por sus hijos, en especial si estos son de espíritu sensible y, en cierto modo, románticos.
Por largo tiempo me contenté con lo dicho y hecho por los señores de la mansión y por la servidumbre, que poco a poco comenzó a dejar de mirarme airadamente y a tratarme con más familiaridad, encontrando especial amistad en el viejo portero y en la amable cocinera. Pasó algún tiempo de intensa dicha, pero también de una clara monotonía que estaba a punto de hacerme pasar por uno de mis ataques de depresión tan comunes en mí desde que falleció mi madre. Sólo el arduo trabajo que desempeñaba ahí me mantenía en mis casillas y me evitaba entrar en dichas crisis, aunque de vez en cuando, estando la hora más oscura de las noches, lloraba ocultando mi rostro y mis gemidos bajo las sábanas, deseando con ansias infantiles que regresara el sol y apartara de mí aquéllos agonizantes sentimientos de soledad.
Una mañana, salí temprano de mi habitación, dispuesto a dar un pequeño paseo por los alrededores de la mansión y así disipar las sombras de la angustia, todo esto sin intención de molestar a nadie con mi partida. Salí sigilosamente de mi habitación, bien seguro de que todos dormían, pues apenas unos tímidos rayos de sol penetraban lastimeramente por las ventanas; al doblar el pasillo con dirección a las escaleras, me sorprendió mucho ver dos siluetas femeninas que caminaban hacia el pasillo este. Intrigado, me agazapé como un gato entre la hierba para examinar con ojo clínico a las dos mujeres; una resultaba ser una de las criadas, y la otra, era nada menos que la dueña de la mansión. Ambas mujeres hablaban en voz baja, y casi noté un tono de voz casi trágico en ambas, cosa que me turbó bastante, pues, ¿qué empujaba a esas dos mujeres a aventurarse al solitario y fantasmagórico pasillo lleno de habitaciones derrumbadas? Con mucha cautela, seguí a ambas mujeres a prudente distancia, protegido por las sombras de aquél pasillo siniestro, y me detuve a tiempo para ver cómo las dos mujeres llegaban frente a una puerta que estaba al fondo de aquél largo tramo; la señora tomó una llave y abrió la puerta, y sin que yo pudiera ver nada, las dos desaparecieron en su interior.
No soporté estar por más tiempo ahí escondido, en primera porque me parecía un insulto perseguir y fisgonear de ésa manera a una dama, y en segunda porque sabía bien que de nada me servía seguir agazapado entre las sombras. Me alejé del pasillo y bajé las escaleras, dispuesto aún a tomar mi paseo, aunque mi alma seguía demasiado excitada por aquélla repentina y misteriosa aventura.
Pasé la tarde cavilando, casi sin prestar atención en las charlas del señor y en los percanes que el gato de la familia estaba provocando en el salón al perseguir al esquelético papagayo que la señora tenía por mascota, toda mi alma y mi mente se encontraban flotando en el misterioso pasillo este, preguntándome en voz baja qué estaba oculto tras esa puerta, qué podía haber ahí que empujara a la señora a levantarse tan temprano y a la criada a romper sus órdenes. Me conformé con suponer que todo había sido producto de mi imaginación, exaltada durante la noche por mi avanzado estado de melancolía.
Sin embargo, en cierto momento tuve que subir para llegar a mi habitación y tomar algunos papeles, y en el proceso, me topé con la misma criada que viera en la mañana, saliendo justamente del pasillo este. Al cruzarse nuestras miradas, la mujer me observó agresivamente, como si me echara una silenciosa y siniestra advertencia. Luego de aquél breve y perturbador episodio, volví a mis asuntos y resolví aquélla misma noche visitar el silencioso pasillo y descubrir por mí mismo qué era lo que escondían en su interior. Mi cabeza, por cierto, echó a volar más allá de lo humanamente natural, alimentados mis temores por ciertas historias que leyera en mi juventud, y traté de imaginar qué quimera o secreto era demasiado precioso o demasiado peligroso para hacer que solo dos personas pudieran penetrar en dicho pasillo, donde aquélla cosa desconocida vivía oculta del resto del mundo.
Cayó la noche, y todos se fueron a dormir. Yo me quedé vestido, calzándome las zapatillas para no hacer ruido, y me quedé materialmente arrodillado frente a la puerta de mi habitación, listo para salir en cuanto todo hubiera quedado oscuro y en silencio en la mansión. Sujetaba una vela apagada en mi mano, totalmente rígido al lado de la puerta, atisbando por una minúscula rendija, apenas perceptible de cerca, para ver los pasos de los últimos criados que iban a sus propias piezas a dormir, y cuando la última vela de la mansión se apagó, yo encendí mi vela y, abriendo con cientos de precauciones la puerta, salí.
Reinaba una quietud sobrecogedora en toda la mansión. Afuera, no se oía ni el viento, ni el eco lejano del pueblo, ni un miserable suspiro extraviado; sólo era capaz de percibir el latido angustiado de mi corazón que me ordenaba concienzudamente a volver a mi recámara y dejar aquél misterio por la paz, pero yo seguí tercamente caminando despacio, con todos mis sentidos a flor de piel, listo para, ante la menor muestra de movimiento, apagar la vela de un solo soplido y refugiarme tras las cortinas hasta que el peligro hubiera pasado. Nada me detuvo en mi largo viaje, pues aunque el pasillo oeste no era muy largo, yo caminaba con mucha lentitud, tratando de imitar los callados pasos del gato para alcanzar mi destino.
Llegué, por fin, frente al pasillo este, reconocible por su atmósfera tan abatida y solitaria que la diferenciaba del resto de la mansión; ya estando ahí, sentí grandes deseos de dar la media vuelta y refugiarme en mi cómodo lecho, sin embargo, los espíritus sensibles también son muy propensos a la eterna curiosidad del explorador o del científico, y quise ver con mis propios ojos aquél singular “objeto” (usé dicha palabra para no pensar en cosas más calamitosas como “monstruo” o “fantasma”), y entré en aquéllas sombras heladas del pasillo para alcanzar la puerta. Finalmente, cuando estaba a pocos pasos de ella, recordé que la señora la había abierto con una llave, y moví la cabeza con un gesto de frustración; pero sólo por un instante, porque luego la luz de la vela me reveló que sobre la puerta y a un lado de ésta, colgaba una gran llave que debía ser muy seguramente la de ésa recámara. Tomé la llave con mano temblorosa, y mordiéndome los labios para no emitir el grito que se agolpaba contra mi pecho, abrí la puerta. Dando un par de pasos, entré.
Lo primero que hice fue cerrar los ojos, al escuchar de repente un estertor violento que parecía provenir del interior de la habitación, lo cual terminó pro exaltar aún más mis pobres nervios. Pasados algunos segundos, y viendo que no me había pasado absolutamente nada, abrí los ojos y comencé a inspeccionar la habitación.
Era una recámara amplia, con un estilo gótico francés muy marcado, pues su techo se sostenía con unas vigas que le daban el aspecto de bóveda de catedral; a lo lejos estaba una ventana, cuyas cortinas estaban abiertas y dejaban ver el cielo nocturno, adornado con miles de refulgentes estrellas, el viento rugía suavemente tras el cristal, lo que me hizo reconocer el sonido de estertor que escuché al entrar. No había mueble alguno, excepto una hermosa araña de delicados adornos de cristal que pendía de lo más alto del techo, cubierta con gruesas telarañas dando pruebas de que la habitación llevaba mucho tiempo sin ser visitada. Lancé un hondo suspiro de alivio, callados de una buena vez mis temores infantiles, y comencé a caminar hacia la ventana para disfrutar un poco del paisaje nocturno; pero a pocos pasos me di de lleno en las rodillas con un objeto duro, y la luz de la vela iluminó algo que parecía ser un enorme ataúd abierto. Retrocedí, horrorizado por la visión de una larga caja rectangular de rica madera de ébano pulido, pero sólo un instante después, tratando de apaciguar el latido aterrorizado de mi corazón, examiné cuidadosamente el supuesto ataúd y mis emociones, primero cargadas de miedo, se tornaron en un repentino ataque de verdadera melancolía, una melancolía acompañada con una sensación de infinita ternura.
Lo que había tomado por un ataúd, era en realidad una cama muy peculiar. Era nada más un enorme rectángulo de madera pulida, en cuyos costados habían tallado imágenes de hermosas flores que crecían locamente por todos lados, ascendiendo hacia la tarima, donde había un colchón de seda blanca. La cama estaba cubierta por un velo blanco transparente, y no tenía cabecera; sobre este lecho, cubierto por sábanas blancas y un hermoso edredón también blanco, bordado con pequeñas rosas rojas, reposaba una figura pequeña y pálida. Atraído por este nuevo giro en mi aventura, me acerqué para contemplar al durmiente.
Era nada menos que una jovencita, cuya belleza no era eclipsada ni aún por su sueño profundo ni por su extrema palidez. Tenía el cabello largo y negro como las plumas de un cuervo, los labios de exquisita proporción con su faz de ángel o de ninfa, teñidos por un sutil color rosa que anunciaba que aún seguía viva, mientras que sus ojos cerrados estaban rodeados por inmensas ojeras púrpuras, que contrastaban con la violenta tez blanca. Había en aquél conjunto algo de divino, algo de etéreo, como si ahí estuviera reposando no un humano, sino un hermoso ángel que espera apacible el momento de despertar y volver al paraíso. Era tal mi contemplación, que mi corazón y mi alma temblaron bruscamente, y sin poder resistir comencé a llorar amargamente, arrodillándome frente a la hermosa joven durmiente, sin prestar atención a los sonidos externos.
Fueron largos minutos de sollozos ahogados, hasta que una mano se posó en mi hombro y me sacó de mis ensimismamientos. Era nada menos que el señor de la mansión, que me observaba con gesto enfurecido, mientras a su lado su esposa no paraba de temblar. Yo también sentí un inmenso terror, y comencé a balbucear varias disculpas sin saber qué pretexto hallar para salir de aquél espantoso error cometido.
Pero el señor levantó una mano, ordenándome silencio. Luego, con una voz mucho más débil que la acostumbrada, explicó sepulcralmente:
-Así que habéis dado con la tumba en vida de nuestra hermosa hija Christina.
Christina, era ése el nombre de aquél ángel que dormitaba tiernamente en ése lecho de ensueño, y sobre la cual había derramado mi amargo llanto, llenando mi espíritu de renovadas emociones que no había creído posibles fuera de los versos de amor. Volví a balbucear una disculpa, y no tuve más remedio que explicar lo visto aquélla mañana. El caballero volvió a ordenarme silencio, y me explicó mientras su esposa se inclinaba frente a la joven, apretándole la mano que quedaba fuera de las sábanas y llorando silenciosamente.
-Ella es nuestra amada hija, Christina, antaño una jovencita alegre y vivaz, cuya inteligencia podía tanto maravillar como turbar a cualquiera que la escuchara. Pero hace pocos años, nuestra flor más hermosa y nuestro bien más preciado cayó gravemente enferma, de un mal aún desconocido por la ciencia y que día con día mermaba más su salud y su vitalidad, hasta que un día cayó en éste profundo sueño. Pero aún nuestra pequeña flor vivía, y le conservamos bien protegida en este profundo pasillo, reservándola de cualquier daño humano. Sólo da señales de vida cuando siente la presencia de su querida madre, pero no hemos podido en todos estos años arrancarle un solo suspiro ni que abriera sus ojos. Lo más que hemos logrado conseguir en mantenerla con vida gracias a cierto medicamento que nos ofreció un médico amigo mío, que le administramos cuidadosamente con ayuda de un gotero.
Vi entonces cómo la madre colocaba lo que parecía ser un embudo en miniatura en la comisura de los labios de Christina, y echaba en su interior un poco de cierto líquido de color transparente. Christina se estremeció de manera casi imperceptible, y solo unos segundos más tarde volvió a quedarse tan quieta como la magnífica estatua viviente que era. La visión de ésa hermosa criatura condenada a la muerte en vida borró mis melancolías pasadas, y las sustituyó con una tristeza endulzada, un sufrimiento gozoso, imposible de describir a quien no lo haya sentido nunca.
Mis días dejaron de ser oscuros, atraído por la presencia misteriosa de Christina, oculta tras aquéllas paredes heladas del pasillo este, como la flor que se niega a morir en lo más crudo del invierno, irradiando una luz divina que llenaba de esperanzas a sus angustiados padres, y que a mí me había arrancado de un solo y fiero golpe todas aquéllas memorias dolorosas de una infancia abatida y una juventud atormentada por los fantasmas, que ahora tomaban la forma de hermosas luces más cercanas al cielo que una estrella, y como fondo de ésa nueva y repentina felicidad, estaba un sutil y secreto sentimiento de cariño hacia aquélla criatura mítica, a ésa sílfide callada que dormía en su divino lecho de luto.
Cierta noche, me aventuré nuevamente a su habitación, como había hecho en noches anteriores, después de que la señora hiciera su visita nocturna para suministrarle el brebaje que la dejaba vivir un poco más, y me quedé contemplando intensamente aquélla silueta angelical, cuyos cabellos se desparramaban formando un lamentable sol negro detrás de su cabeza, como olas de mar moribundas que quebraban en su blanca piel. Un impulso interno de gran arrebato sentimental me hizo hacer algo que jamás, en todas aquéllas visitas, me había atrevido a hacer: extendí una mano y suavemente, casi con miedo, tomé la suya.
Duré unos segundos, fascinado por la textura de mármol de aquélla mano, cuando de pronto, noté que ésta mano pálida y fría se teñía repentinamente del color de la vida; el repentino suceso continuó, y el color se extendió hasta su rostro, coloreando sus hermosas mejillas de un rubor intenso, pintando sus labios de un tono rojizo y haciendo que su negro cabello brillara como si de una noche estrellada se tratara; entonces, un calor intenso se extendió por su cuerpo, tembló su pecho y un suspiro débil salió de sus labios. Miré impresionado aquél delirio, y me sorprendió mucho cuando la joven abrió de par en par sus ojos, los ojos más hermosos que hubiese visto. Eran tan negros como su pelo, y brillaban intensamente como si en ellos se ocultara la luna, y aquéllos ojos hermosos se posaron en los míos, observándome no con miedo ni con duda, sino con una dulzura infinita. Me perdí en aquélla mirada tierna, y era tal mi emoción que sonreí, y entonces Christina sonrió, sonrió con la inocencia de una niña y con la belleza devastadora de una mujer, como si hubiera pasado toda su vida esperando aquél instante.
Pero aquello duró sólo un momento, porque oyendo un murmullo agitado en el exterior, solté la mano de Christina; los colores recién llegados a su faz se desvanecieron, sus labios volvieron a su estado agónico, su pelo se deslució y sus ojos se cerraron. Volví a temblar, angustiado por la dicha de haber visto a Christina en la más pura de su belleza y haberla perdido nuevamente. Quise volver a sujetar su mano para comprobar que no alucinaba, pero ya mi tiempo estaba contado, y permanecer un poco más ahí era ponerme en riesgo. Salí de la habitación con el alma sobresaltada y maravillada, nadie más que yo habría de contemplar ése hermoso milagro.
Pasé un par de días, soñando despierto con aquél breve instante de dicha, y resolví volver a intentarlo en cuanto se presentara mi oportunidad. Así que, una noche, volví a deslizarme por el pasillo este y entré a la habitación de Christine; tomé su mano y miré, sorprendido, cómo le curioso milagro visto un par de día atrás se repetía. Esta vez, Christina se incorporó levemente del lecho, y susurró mirándome fijamente:
-Antes de que llegue el alba, o de que algo más interrumpa este momento, quiero decirte algo que ningún otro mortal debe escuchar. He pasado estos años soñando contigo, sin saber ni cómo ni cuándo podría verte, pero el Señor ha sido justo con nosotros, y piadoso con mi pobre alma desesperada y te ha traído hasta aquí, a mi lado. Debes saber que aunque mi corazón sea aún joven y haya sufrido tales desgracias, puedo asegurarte con la mayor de las sinceridades que siempre te querré, porque gracias a ti he logrado salir de ése abismo de sueños y sombras en que he vivido largo tiempo, y a cambio te ofrezco mi más profundo cariño.
Mientras ella hablaba, yo lloraba sin consuelo alguno, sintiendo ése mismo cariño del que ella hablaba despertar y llenar mi alma entristecida y hacerme volver a la vida, tal y como Christina había vuelto de su sueño. Sin soltar su mano, acaricié su rostro y la besé en la frente, asegurándole que volvería muy pronto a verla, y ella me juró que esperaría, con tal convicción en su voz que por poco vuelvo a romper en llanto. Luego de ésta tierna despedida, solté su mano y ella volvió a su sueño profundo y enfermo.
Así pasaron los días, y los meses. Lo que acontecía de día en la mansión era una cosa muy diferente de lo que pasaba durante la noche; de día, los suspiros tristes de la señora seguían llenando los silencios, haciéndome sentir culpable por no confesarle el milagro que ocurría con su hija amada, y de noche, conversaba largamente con Christina. Poco a poco, ese cariño que ella me profesaba creció, y yo mismo comencé a sentirlo, y por primera vez en mi vida, luego de mis repetidas acciones para alejar de mi alrededor cualquier relación que pudiera mantener, supe lo que era amar y ser amado, y fue en medio de aquéllas noches milagrosas que Christina y yo nos confesamos mutuamente el gran amor que sentíamos. Pero su situación impedía que ése amor pasara de algo idílico, intocable, tan apasionado y distante como los poemas; mas resultó que la inteligencia de Christina era verdaderamente prodigiosa, y ella encontró una solución muy práctica, aunque un poco siniestra en su momento, para que nuestro amor lograra trascender las simples palabras.
Mi vida se vio plena desde aquélla noche. Mi felicidad fue en aumento, mi vitalidad apareció, y aunque los señores seguían bajo la absurda creencia de que Christina era algo más que un cadáver y menos que un ser humano, yo conocía el tierno secreto que sólo dos personas compartían en el mundo. Jamás llegué a comprender del todo cómo fue que Christina logró despertar, al menos no lo comprendí desde el punto de vista científico, porque luego de largas discusiones que entablamos al respecto, nos conformamos con saber que el amor sigue siendo un mecanismo más cercano a lo celestial que a lo humano, y que puede hacer cosas maravillosas y misteriosas. Este amor tan peculiar, que nació en las sombras y en medio de la desesperanza, creció enormemente, aún más cuando Christina y yo nos casamos, jurando en medio de la noche al cielo que nos amaríamos por la eternidad, y de ésa manera la visité noche tras noche durante varios meses, contentos ambos por nuestra forma de vida, que alejaba cualquier inconveniente o tristeza de los matrimonios normales.
Fue entonces que una mañana, al despertar muy temprano me crucé con la servidumbre entera, toda ella apretujada en la entrada del pasillo este, dentro de cual se oían sollozos desgarradores. Me acerqué hasta ellos, sin recibir respuesta alguna, hasta que por las malas logré entrar al pasillo y de ahí, a la puerta de la habitación de Christina. La señora lloraba vivamente con un dolor indescriptible, arrodillada junto a la cama de su hija, y entonces el abatido señor me anunció que Christina acababa de morir.
No quise creerlo. No quise creerlo en ese instante. Esperé a que todos se alejaran para entrar a la recámara y comprobar por mí mismo que mi adorada Christina estaba verdaderamente muerta. Entré y tomé su mano como siempre, ignorando el frío de sus miembros y la palidez mortuoria en su faz. Tomé su mano por largos minutos, sin que la vida volviera a su rostro, ni la risa a sus labios, ni la luz a sus ojos. Comprendí, mientras llevaba su mano a mis labios, que mi amada Christina había muerto, me había abandonado cruelmente de este mundo sin darme tiempo de prepararme para su partida, y lloré amargamente la pérdida, deseando enloquecer o morir yo también.
Duré toda la tarde junto al féretro, pues el funeral no tardó tanto tiempo porque los únicos presentes éramos los que vivíamos en la mansión. Mi abatimiento era tan grande o aún más que el de los señores, que no cesaban de llorar; los sirvientes miraban con recelo el cuerpo de Christina, pero una nube de pesar nublaba sus ojos. Hice un gran esfuerzo para no llorar también, y sólo hasta que el ataúd desapareció a pocos metros a los pies de un hermoso roble en la propiedad de la familia, pude deslizarme medio débil hasta mi recámara y dar rienda suelta a mi llanto desesperado, llanto de quien pierde lo más sublime y hermoso que ha conocido en toda su vida.
Pasé la noche sin poder conciliar el sueño, turbado por yo no sé qué terribles visiones de muerte y de angustia que me asaltaron sin tregua. Quedé boca arriba sobre mi cama, tratando de relajar un poco mi turbación buscando en los recovecos de mi memoria algún recuerdo dulce que no tuviera nada que ver con Christina; entonces, Christina apareció ante mí como en un sueño, tan hermosa como la vi en vida, en la verdadera vida, sonriendo con mucha dulzura. Se acercó a mí, tomando mi rostro entre sus suaves manos, depositando un beso de despedida en mis labios y murmurándome palabras al oído que me devolvieron a la realidad con una fiebre intensa, que me hizo levantarme de golpe de la cama y echar a correr sin vestirme bien hasta el exterior de la mansión.
En medio de mi ardor, llegué hasta la tumba de Christina; junto al roble seguía apoyada la pala, y sin más comencé a quitar la tierra, haciendo caso omiso de las débiles gotas de lluvia que caían a mi alrededor. Cavé a gran velocidad, con tanta energía que en menos de quince minutos ya había quitado gran parte de la tierra que cubría la tumba de mi amada. Ya faltándome escasos centímetros, detuve mi angustioso trabajo para escuchar atentamente; palidecí al escuchar con toda claridad, aún en contra del viento y de la lluvia, un sonido largo y lastimero que era claramente el gemido de una persona. Con más fervor que nunca seguí cavando, y no tardé mucho antes de dar con el ataúd. A fuerza de tirar saqué la caja pulida y rodeada de flores, y con un sordo golpe de la pala rompí el frágil candado del ataúd, y abrí precipitadamente el féretro.
Lancé un grito de alivio. Ahí reposaba mi amada Christina, durmiendo el sueño eterno concedido por los ángeles, y junto a ella, llorando con gran angustia, una niña pequeña y hermosa. Tomé a la niña, la envolví con mi capa y la besé, bendiciendo a todos los cielos y a Christina por haberme otorgado una hija tan hermosa que apagara por la eternidad mi dolor. Tomé a la pequeña en brazos, maravillado por el delicado parecido que guardaba con su amada madre, y sin mediar palabra eché a andar colina abajo.


¿Y bien? ¿Qué tal me quedó? Adiosito!!

4 comentarios:

Michell Cerón dijo...

Lobita que edad tienes? me habia hecho a la idea de que tienes 15 años, pero en realidad escribes como alguien de 60, escribes con una gran sabiduria y exquisita sofisticación ^^, me encanto el cuento y reafirmo mi gran gusto por este blog

Mar dijo...

Me encantó el cuento, en ningún momento pude adivinar el final que fue perfecto, un final feliz después de todo.

Excelente, Lobita.

Guerrero dijo...

Fue increíble aunque tenía una idea del final al leerlo fue un cambio drástico de todo lo que tenía en mente, te lo repito deberías publicar tus textos en algo más que el blog.
Fue fantástico leerlo.

saludos

Lobita Nocturna dijo...

Frank Churchill: En realidad tengo 17 años, pero gracias :D
M,A,K y LV: Muchas gracias ^^
Guerrero: tengo curiosidad de saber cuál era el final que habías imaginado.