9
Negras Perspectivas
Entramos al austero edificio. Noté los muebles, ahora rotos y descuidados, y no pude evitar darme cuenta que existió una época en que ésa casa rebozó de dicha. Todo estaba demacrado, sí, pero si cerraba los ojos podía dibujar en mi mente una hermosa escena imaginaria: una casa impecable, iluminada por lámparas finas que destellaban alegremente de los techos, de las mesas; una comida suntuosa colocada en el comedor (ahora infestado de escombro) puesta por una madre hacendosa, y las risas de dos o tres niños corriendo de un lado a otro.
Sólo uno no corría. Uno muy pequeño, con aspecto enfermizo, que se encontraba en el fondo de la sala, oculto tras la chimenea y abrazado fuertemente a una cobija de lana gruesa, mirando el ir y venir de otras personas. Daba lástima observarlo, con sus ojos anegados en silencioso llanto y sus cabellos revueltos, pero nadie le prestaba atención, nadie…
-Vivian, ¿aquí viviste tú? –le pregunté.
Nuevamente su rostro se oscureció. Aquéllas palabras mías parecían haber abierto una silenciosa y secreta brecha de recuerdos terribles, los mismos recuerdos que pudieron haberlo destruido, y convertido en el ser monstruoso que era ahora.
-Sí. Vivía aquí con mamá y papá. –Margot tenía razón: hablaba como un niño. –Yo… yo siempre jugaba en la sala, mamá me cuidaba. Ella siempre estaba conmigo.
-¿De verdad?
-Sí.
-¿Porqué?
Se mordió un labio antes de contestarme.
-Porque decían que yo estaba mal.
¿Qué era estar mal? ¿Era violento, acaso? ¿Miedoso, asustadizo? ¿No dormía ni comía bien? ¿Le gustaba lastimar a otros? ¿Lastimarse a sí mismo? Necesitaba saberlo.
-¿Porqué creían eso, Vivian?
-Dicen que tengo algo aquí. –y con el dedo índice se señaló la cabeza, dándose un leve golpecito. –Dicen que no pienso como los demás. No soy como los demás.
-Eso puede ser. –dije simplemente. -¿Qué te gustaba hacer, Vivian?
-Yo… salía al bosque y me quedaba horas mirando los árboles. –sonrió débilmente, recordando tiempos, aparentemente, más felices. –No me dejaban jugar con otros niños porque nunca conocí a otros, pero me encantaba subir a los árboles y dejarles nueces a las ardillas. Mi papá me dijo que eso era raro, y yo le dije que no, y discutimos. –suspiró. –Me gustaba sentarme y cantar… tarareaba cancioncillas que se me ocurrían de la nada…
-¿Alguna vez… lastimaste… a algún animal? –pregunté.
-¡No! –replicó, escandalizado. -¿Cómo podría hacerlo? Son tan bonitos, ¿no lo crees? Los pájaros que cantan, las ardillas que corren… Una vez, papá mandó demoler un árbol. Había muchas ardillas ahí y se murieron. Me molesté mucho con él y gritó cosas horribles… -se mordió un labio, mirándome con lástima. –Él hizo todo eso de allá atrás.
-¿Qué?
-Los árboles. Él los puso ahí para que yo jugara a las escondidas. –asintió orgullosamente, igual que un chiquillo de seis años que relataba lo que para él era la mayor aventura. –Y luego… él se fue.
-Lo lamento. –dije.
-Y después se fue mamá. –agregó con pesar. –No sé dónde se los llevaron aquéllas personas… Sólo me dijeron que todo estaría bien. Pero nada estaba bien… ¡nada estaba bien!
Y dicho esto, rompió a llorar. Me quedé de una pieza, mirando totalmente sorprendida aquéllas lágrimas rodar sin control por sus pálidas mejillas, semejando más que nunca a un niño asustado que al adulto de negro corazón que era. Sentí miedo, preguntándome en silencio si había sido precisamente en uno de ésos arranques melancólicos en los que había tomado la decisión de matar a aquéllas niñas. Pero era tan difícil ignorar su llanto que pretendía ser inocente que yo misma comencé a temblar de pies a cabeza, sin saber si debía aprovechar para huir o quedarme con él.
De pronto, sus grandes ojos azules y cubiertos de lágrimas se dirigieron a mí y gimió:
-¡Alessa! ¡Por favor, Alessa!
-¿Qué te sucede? –le pregunté con suavidad.
-Me siento muy triste, Alessa. –musitó, limpiándose el recién nacido llanto. –Estoy muy triste.
-¿Porqué, Vivian? –pregunté.
-Es que… es que… -tragó saliva con gran dificultad. –Pasaron todas… todas ésas cosas que yo… yo…
-¿Sí? –pregunté. -¿Qué cosas pasaron?
De pronto, chilló como un niño furioso, y comenzó a golpearse la cabeza mientras gritaba:
-¡No quiero decirlo! ¡No quiero, no quiero, no quiero…!
-¡Está bien, está bien! –exclamé, sorprendida por aquélla actitud. –Cálmate, Vivian, sólo cálmate. Nada malo pasará, ¿me oyes? Nada…
-¿Nada malo? –lloró él, mirándome de reojo. Negué firmemente con la cabeza. –No me abandonarás, ¿verdad, Alessa?
-¿Abandonarte? –dije, con la boca seca. Me miraba lleno de anhelo y de angustia… La misma mirada esperanzada y triste de una niña que, recién llegada al mundo, debía ocultarse en los brazos de su hermana para no sufrir de las vejaciones a las que ambas estaban condenadas. –No, Vivian, no lo haré.
-¡Ah! –suspiró, y de pronto se abalanzó sobre mí, abrazándome con tanta fuerza que temí que me fracturara las costillas. Tragué saliva, intentando ignorar sus sollozos agradecidos que rodaban por su rostro, y sumisamente bajé la mirada, clavando mis ojos en su coronilla. Quizá estaba yo diciendo la verdad, quizá nunca saldría de ahí.
Llegó la noche. La tarde se había ido de una manera muy extraña, como si el tiempo en el bosque no tuviera una línea y simplemente fuera mañana y noche. Vivian se había pasado todo el tiempo vagando por la casa, como una mascota encerrada que busca la manera de salir. Un par de veces salió, seguramente de vuelta al huerto, y luego volvió con un par de hermosas manzanas que comimos; fue toda la comida que probé en el día, y me sentía débil, quizá porque nunca había pasado tanto tiempo sin comer. Pero cuando cayó la noche, Vivian dejó de rondar y se sentó a mi lado, en el mismo sofá desgarrado en el que yo estaba, y comenzó a hacer maniobras totalmente ajenas a su edad: se mordía las uñas y se exploraba las manos con aires de curiosidad infinitas; se ponía a jugar con lo que parecían retazos de estambres sucios y viejos, y reía suavemente; un par de veces me ofreció los estambres para que yo jugara, y tal fue su insistencia que terminé tomando uno de los más largos y lo enredé en mis dedos, cavilando todavía.
-Vivian. –dije. Él me devolvió su mirada ingenua.
-¿Pasa algo, Alessa?
-Me preguntaba… ¿Has jugado así antes?
-¡Claro! –dijo alegremente. –Muchas veces, por eso tengo tantos estambres. Mira, sé hacer una serpiente…
-No, Vivian. –dije, tomándole la mano. –Me refiero a que si habías jugado así antes… con alguien.
-Oh, eso. –su sonrisa flaqueó un instante, y luego se encogió de hombros con aspecto nervioso. –No, no, nadie viene a visitarme… Nadie… Yo juego solo.
-¿Nunca ha venido nadie a verte?
-Bueno… -Vivian se mordió los labios y se pasó los dedos por el pelo. –Pues no… No en realidad.
Arqueé una ceja, y no me atreví a hacerle más preguntas. Miré la casa, ahora desolada y triste, y me pregunté en el fondo cómo es que un lugar de aspecto tan señorial había acabado en ruinas. ¿Había sido precisamente Vivian el que había destrozado todo? ¿Había vivido aquí con su familia hasta que un día enloqueció, quién sabe porqué, y quizá, ellos fueron sus primeras víctimas?
-Ya debemos dormir, es muy tarde. –dijo de repente mi compañero, dejando sus estambres a un lado y arrebatándome el mío con delicadeza.
-¿Dónde duermes tú? –le pregunté.
-Arriba. Tengo una cama muy grande, ahí podremos dormir los dos.
-De acuerdo. Llévame. –pedí. Me tomó de la mano como si fuera una niñita, y caminamos escaleras arriba. El piso superior era un laberinto de puertas, algunas clausuradas con maderos, otras, tenían todo el aspecto de no haberse abierto hacía años. Varias telarañas cruzaban el techo y restaban luz a las velas que estaban encendidas. Era como una pesadilla verdaderamente curiosa.
La habitación de Vivian era muy peculiar; a juzgar por su aspecto, en ella había dormido una pareja, quizá sus padres. El espejo en la pared estaba roto, y en el suelo había restos de lo que parecía escombro, y encontré entre un montón algo que me paralizó el corazón: un zapato de charol que debió pertenecer a una niña.
Así que el maldito loco las había llevado hasta ahí, las había seguramente cambiado de ropa y las había matado. Temblé ante la idea de dormir en el mismo lecho, donde seguramente habría manchas de sangre, quizá, la sangre de Margot.
-¿Te pasa algo, Alessa? –me preguntó Vivian, que acababa de preparar la cama, mostrando unas mantas blancas e inmaculadas, sin huella alguna de sangre.
-No. Nada. –me acerqué y me quité los zapatos torpemente, y luego me acurruqué en la cama, dándole la espalda a Vivian, que se quitó también los zapatos y el raído abrigo, y me arropó con dulzura. Suspiré, comprendiendo de inmediato porqué Margot había caído con tanta facilidad en la trampa; ésas maneras tan suaves de Vivian parecían el eco de los gestos amorosos de una madre, una auténtica madre como la que Margot y yo siempre deseamos, pero nunca tuvimos.
-Buenas noches, Alessa.
-Buenas noches… Vivian. –dije. Él apagó la única vela que iluminaba la habitación, y me quedé con los ojos abiertos, mirando el cielo a través de la pequeña ventana. La luna era blanca, pero destellaba violentamente, como si deseara advertirme de un peligro silencioso. Estaba muy asustada, pero muy cansada también, y poco a poco sentí mis párpados pesados, y cerré los ojos. No supe en qué momento me quedé dormida.
Me encontré de pronto en medio de la sala. Los muebles no estaban rotos ni viejos, sino nuevos y relucientes. Se oían por todas partes risas alegres, y de pronto, vi que varias niñas, vestidas como princesas, corrían de un lado a otro, jugando, dichosas y libres. Entre todas ellas vislumbré a Margot, que disfrutaba de los hermosos rayos del sol que penetraban en la habitación a través de los enormes ventanales.
Sin embargo, al fondo, en un rincón, había un niño pequeño que no jugaba. Atravesé el río de chiquillas risueñas y llegué a su lado. Era un niño de aspecto triste, con el pelo corto, lacio y pelirrojo, que abrazaba con ternura una pequeña ardilla. Al notar mi presencia, el niño levantó su mirada, y sus hermosos ojos azules, llenos de rencor, se posaron en mí. Me quedé helada ante ésa mirada fiera, que no parecía ir de acuerdo con las dulces caricias que le hacía a la ardilla, y retrocedí lentamente, sin dejar de mirar al niño.
Me di la vuelta. Ya no había ninguna niña en la habitación. Tras de mí, de pronto, escuché gritos y golpes. Un niño pequeño gritaba lleno de terror, mientras alguien lo golpeaba, y a juzgar por su voz, debía ser un hombre. Había una tercera voz que también suplicaba, una voz femenina que también estaba aterrorizada. No podía darme la vuelta, me costaba un enorme esfuerzo permanecer siquiera de pie, y mientras los gritos me inundaban los oídos, en los ventanales veía a las niñas, todas como pálidos reflejos de lo que alguna vez fueron contra una lluvia persistente.
Los gritos siguieron, más fuertes y más horribles. Yo también deseé gritar, suplicar para que ésa dura tortura terminase, llorando, llamando a Margot y retorciéndome de dolor y de miedo en medio de mi propia oscuridad…
Hasta que oí, a mi lado, un sollozo.
-¡Alessa! –gimió una voz. Era Vivian, que lloraba otra vez. ¡Alessa, por favor!
-¿Qué sucede? –pregunté sin darme la vuelta.
-¡Tuve… tuve una pesadilla! –se lamentó. -¡Tuve una pesadilla horrible!
Me di la vuelta. Vivian me observaba, hecho un ovillo sobre la cama, con las mejillas nuevamente empapadas en llanto. Parecía más frágil que nunca, como un bebé recién nacido que le tiene pavor a la oscuridad.
-Sólo ha sido un sueño y nada más. –le aseguré. –No te pasará nada malo.
-¡Pero…!
Bufé, agotada moralmente y temiendo lo que estaba a punto de hacer.
-Vivian, ven. –le dije, incorporándome. Él se deslió suavemente, y lo abracé de la misma manera en que abrazaba a Margot, ocultando su cabeza en mi pecho y yo apoyando mi barbilla sobre su coronilla. –Los sueños no pueden lastimarte, Vivian. Sólo son… sueños.
-Pero fue muy horrible, Alessa. –replicó. –Tú no puedes saberlo porque no lo viste.
Sí. Lo había visto. El niño pequeño que gritaba era Vivian, y las niñas… sus víctimas.
-Te prometo que nada de lo que sueñes te hará daño jamás, Vivian.
-¿Me lo prometes, Alessa? –gimió.
Sentí un estremecimiento en el fondo de mi corazón, y un doloroso nudo en la garganta me ahogó la voz. Sólo pude asentir, y lo dejé ahí mientras murmuraba con un dolor imposible dentro de mí la canción de cuna de Margot. Había algo en Vivian que me recordaba a mi querida hermana, y algo aún más profundo y desconocido que me advertía que, por ésa noche, yo viviría.
Por lo menos, una noche más.
2 comentarios:
Yo dudo que Vivian sea malo, igual y me estoy adelantando, pero no se, creo que no es el malo.
Igual y espero la siguiente parte.
Quién es realmente Vivian?
Aún mantengo mis dudas sobre él, pero...
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