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viernes, 16 de julio de 2010

LÁGRIMAS

Quisiera saber qué tanto miraba ella por la ventana. quisiera al menos preguntárselo, saber porqué tiene ese gesto tan triste en la mirada, porqué mira a mamá y le pregunta:
-Mamá, ¿cuándo volverá?
-¡Calla ya! -gritó mi madre, golpeándole en la cara tierna y horrorizada. Yo no entendía nada. Y ella seguía llorando.
-¡Yo quiero verla, mamá! ¡Yo quiero verla!
-Nunca más la veremos. -susurró, abrazándola.
Nunca más me verían... lo supe en el momento en que ví ese listón negro en mi fotografía. Yo me había ido para siempre, pero al mismo tiempo seguiría ahí. Hasta que mamá y mi hermana murieran, hasta que la casa se cayera en pedazos, hasta que no quedara de este mundo más que el recuerdo... ¿de quién? De nadie. Y solo así, moriría y me iría en paz.

Porque cuando estamos solos en el mundo sentimos una especie de agonía, como si fuéramos fantasmas. Rondamos, pues, en lugares tétricos buscando una mano amiga, alguien que nos ame, que nos comprenda, que nos acepte tal y como somos. Pero nunca los encontramos; ahí es cuando verdaderamente comenzamos a morir.

¡Cuántas noche de lágrimas, cuántos días silenciosos! ¡Cuánta soledad en el alma, cuyo doloroso espejo es la luna del otoño, un otoño que nos anuncia nuestra futura muerte! Porque somos seres frágiles, la vida nos cuesta trabajo, la muerte, sin embargo, llega de golpe, y no podemos caminar atrás.

Caminar... caminar largas horas por el parque, con los ojos llenos de lágrimas contenidas. Estaba tan sola, tan sola mi pobre alma... Miraba a las persona, parecían distantes. No podían pertenecer a mi mismo mundo, me dije. Su mundo estab lleno de colores, de sonidos... El mío era todo griz... y, si acaso, un tramo de luz fría... La luz que se filtra por las nubes de una lluvia que nunca cesa.

-Quiero ir a casa. -decía. -Quiero ir a casa y que todo vuelva a ser como antes.

Pero no era posible. Caminé de vuelta a ése sitio al que alguna vez llamé "hogar", mirando las losas deslucidas, sin importarme el frío que hacía. Adentro todo era igual, eran gritos, eran lágrimas... Yo no lo soportaba más.

Pasé esa noche llorando, escuchando cómo gritaban abajo, alegando que todo estaba peor que nunca. Y era verdad. Yo me estaba muriendo, ellos lo sabían, pero ignoraban que yo lo sabía también. El doctor me lo había dicho, dijo que, cuando mucho, me quedaban unos años más de vida. Lo recuerdo bien: fue el mismo día que el único ser que me amaba, mi gatito, se murió. Fue el verano más largo de mi existencia.

Entonces dije, con los ojos llorosos: pues, si iba a morir, ¿de qué me servía perecer como una patética desahuciada ahí dentro? Salté de mi cama y, silenciosamente, salí por la puerta trasera de la casa. Del otro lado, estaba un árbol hermoso. Ése árbol tenía un viejo columpio que yo usé muchas veces mientras fui pequeña. Qué dicha me dio volverlo a ver, a tocar, luego de tantos ayeres. Eran ésas memorias que deseaba tener antes de partir.

Era otoño, y el viento soplaba helado. Y pequeños copos de nieve caían. ¿Cómo? no lo sé. Pero no me importó. Así que me acosté debajo del árbol, mirando la luz de la luna filtrándose a través de sus bellas hojas. Sonreí.

Cerré los ojos, suspirando mientras sentía la nieve cubriéndome. ¡Ah, qué bella forma de morir! Me sentía plena por primera vez, plena desde quién sabe cuánto tiempo. El frío me había dejado de piedra, pero, la verdad, yo ya no lo sentía. Sólo me preocupaba ésa pesadez en el pecho, pero sabía que en poco tiempo, se desaparecería.

Con mis dedos, acaricié los brotes marchitos de las pequeñas flores que en vano habían intentado nacer bajo el enorme árbol. los sujeté, y lloré. Ellos tampoco habían logrado gozar de la vida, quién sabe porqué. Quizá porque el frío se los había impedido.

Tragué saliva, temblando. De pronto, me dieron ganas de decir algo. No había nadie ahí, así que despegué los labios y musité:

-Te quiero...

Nunca supe a quién iba dirigida la frase, pero así fue. Cerré los ojos, con la voz totalmente quebrada. Aferré con más fuerza los brotes, y me sumí en el silencio, en la oscuridad, mirando por última vez la luna brillando sobre mi cara, y el árbol que tantos recuerdos bellos guardaba...

Fue tan hermoso quedarme ahí, flotando, entre las ramas de los árboles. Mi cuerpo estaba abajo, quieto, pálido. Mi otro corazón ya no latía, pero uno nuevo, mucho más fuerte, palpitaba en mi nuevo pecho. Triné, cobijándome entre las ramas, y viendo cómo mis desconcertados padres trataban en vano de retirar mi cuerpo del árbol. No podían, las raíces de manera misteriosa me habían sujetado al suelo. Ellos no parecieron demasiado angustiados con mi muerte, pero me sorprendí al ver que el gesto de alivio en sus caras no me producía decepción, sino dicha. Ahora, ellos eran libres.

Luego, vinieron a cortar las raíces, y por fin, unos hombres consiguieron retirar mi cadáver. Me sorprendí al ver unos puntos blancos debajo de él. Esperé a que se marcharan para descender y notar cómo, en el sitio preciso donde me había acostado, habían nacido nuevos brotes blancos y pequeños.

Lloré de la emoción al descubir que, con mi muerte, había logrado tres cosas increíbles: la primera, había dejado libres a mis padres, ya nunca más volverían a pelear; la segunda, que había dejado tras de mí una nueva esperanza de vida para otros; y la tercera, que yo, por fin, estaba viviendo plenamente.

Y extendí mis alas... y así lo hice.

Porque cuando mueres con la intención de dejar atrás cualquier dolor o sufrimiento, puedes renacer a una nueva vida de dicha; y cuando, por fin, te vas para siempre de este mundo, puedes dejar a tu paso algo que le dé esperanza a otros que han olvidado vivir. Esa es la verdadera razón para vivir.

3 comentarios:

Mar dijo...

I love it!!!

Es genial, me gustó mucho.

Saludos.

DigiL-Matt dijo...

eso es tan extraño
por alguna razon esa forma de pensar me da escalofrios

Guerrero dijo...

Es algo neuvo, por un momento creí que había entrado en otro blog jojo
Pero fue tan interesante la historia, es de esas que te hacen meditar todo el día...


saludos