FAVOR DE ALIMENTAR A HOLMES Y A HELSING, GRACIAS.



jueves, 16 de septiembre de 2010

PRIMER CAPÍTULO DEL CUENTO DE TERROR...


1
Unknow Hill

Todavía recuerdo, de noche, los horrorosos gritos que tuve que soportar valientemente desde que tenía seis años. Fueron años largos, terribles, angustiantes. Hay noches que aún me cuesta conciliar el sueño al rememorar ése viento frío y cruel azotando la ventana, ésos lamentos atrapados en el fondo de mi garganta, rogando por salir de un momento a otro… Ésas pesadillas que sufría dormida o despierta, ésas súplicas que hacía en silencio con mi mirada.
¿Cómo logré sobrevivir al trance, sin pasar por el doloroso trauma por el que muchos niños antes y después que yo se ven forzados a pasar? Quién sabe. Poseo, pues, mis teorías al respecto, pero están tan difusas, como cuando miras desde una ventana empañada por la lluvia un paisaje urbano, lleno de autos y de gente cubriéndose con los paraguas. Algo dentro de mí me afirma, no sin mucha preocupación, que se debe, en gran parte, a que yo quería que pasara. ¿Eso me hace ser mala? Desearía saberlo, que alguien me explicara. ¿Es malo desear que alguien muera, cuando ése alguien te ha hecho tanto daño que te ha matado por dentro, lentamente, como si le gustara torturarte?
Esos pensamientos, por cierto, siempre los resguardé para mí. Nunca le dije a Margot lo que yo pensaba; tenía miedo que ella tuviera que sufrir lo mismo, que su mente infantil guardara eternamente ésos recuerdos espantosos. Quiso el cielo librarla de tal mal y, por fortuna, poco recordaba lo que sucedía. Ella nació cuando yo tenía ocho años. La recuerdo, recuerdo el gran pesar que sentí cuando, al verla, comprendí que pasaría por lo mismo que yo llevaba sufriendo dos años. Dos horrendos años de soledad, de gritos, de miedo…
Sus primeras memorias siempre fueron las mismas: nosotras dos juntas, nada más. Nadie más a nuestro lado; ella era, afortunadamente, muy pequeña para recordar los sucesos que sufrimos juntas. Pero, por si las dudas, yo siempre cuidé de ella; tenía miedo que algo le fuera a ocurrir allá afuera. Nuestro santuario, era pues, mi habitación. Ahí, cobijadas por las cuatro paredes azules y el edredón descolorido, nos refugiábamos, para no escuchar los insultos y los golpes. Yo la abrazaba, le acercaba su biberón y sus juguetes, procuraba mantenerla lejos de todo el horror con el que viví dos años sola.
Era frustrante, sí, pero así era. Jamás logré entender porqué ellos peleaban tanto. Antes de nuestra partida de la gran ciudad, éramos muy felices. Conservo una fotografía donde yo aparezco con unos cuatro años de edad; ahí estoy con mis padres, cuando aún no empezaban las peleas ni el abandono. Le guardé amorosamente, como una memoria de la única cosa bella que me quedaría por siempre de ellos, pues mis últimas memorias se desfiguraron por culpa de la violencia.
Que yo recuerde, nunca me maltrataron a mí. Me gritaron muchas veces, alguna vez me dieron una bofetada, pero, no sé porqué, jamás se me pasó por la mente que todo lo que sucedía en casa era culpa mía. La mayoría de los niños se culpan, quién sabe la razón, pero yo no. En el orfanato me dijeron que mi mente era distinta, era como un cerebro de una persona de veinte años en la cabeza de una persona de diez. No sobresalí en los estudios, pero a todos les impresionaba, y en secreto, les aterraba mi bizarra manera de concebir el mundo, con sus dichas y sus desgracias. Ni siquiera Margot era capaz de comprender por entero lo que me pasaba.
Margot, mi querida niña de cabello negro y rizado. Pobre Margot, ella no tuvo la culpa. Ella sufrió, en cierto modo, más que yo. Porque a mí sí me quisieron alguna vez. A ella no. Una vez, cuando mamá estaba embarazada, dijeron una palabra que me sonó un poco ruda, fría, cruel: abortar. En ése tiempo no entendía su significado, pero cuando lo supe, entendí que Margot había llegado a éste mundo por obra de un milagro. Y cuando nació, decidí hacerme, por naturaleza, cargo de ella, como si supiera que al lado de mi madre, de mi propia madre, no podría sobrevivir. Y así fue como se formó nuestro vínculo.
Yo vi aquella violencia sin sentido con los ojos muy abiertos. No iba a la escuela. Creo recordar que llamaron un par de veces para averiguar la razón de mi desaparición. Al principio, dejaron evasivas respecto a mi salud, dotándome de mil padecimientos; luego, dieron un ultimátum en la escuela, explicando que me habían transferido a otra. Eso no pareció convencerlos, pero seguramente decidieron dejar de investigar. Qué pena, de haberse dado cuenta antes, muchas cosas se hubieran evitado.
Finalmente en destino se cansó de vigilar a mi hermana y a mí, y una triste noche de invierno, cuando yo tenía diez años y Margot solamente dos, todo acabó de manera brusca. Recuerdo ése instante de una manera tan clara como una película en el cine: Margot, quejándose en mis brazos por el frío que se colaba en la habitación, y yo intentando que guardara silencio, por miedo; ésa noche, ellos estaban más furiosos que nunca. Hubo tantos gritos e insultos que temí que mis oídos estallaran. De pronto, mientras Margot había alcanzado un estado de letargo, hubo un grito desgarrador de mi madre. Luego, un silencio temporal, como el de la calma antes de la tormenta, unos sollozos y luego… nada.
Ni Margot ni yo vimos lo sucedido, y cuando yo me enteré a los once años de los hechos tal y como fueron, decidí no contarle ni media palabra a mi hermana. Pero durante ésos minutos de silencio, Margot se echó a llorar, como si dentro de ella supiera el suceso que acababa de desatarse en el piso de abajo, y no pudiera contener más la frustración padecida tanto tiempo. Yo también lloré, dejando fluir mis penas y mis dudas, rezando desesperadamente; mi alma ya no deseaba luchar, había acabado con todas mis fuerzas y me sentía morir, con mi pobre e inocente hermana gimiendo en mis brazos.
Fue casi una hora de angustia, hasta que unos hombres uniformados entraron por la fuerza en la habitación y nos rescataron. Nos sacaron por la puerta delantera, para no ver los cuerpos desangrados de nuestros padres que yacían en la cocina. Cuando salimos, mis ojos se posaron en la luna. Grande, redonda y amarilla como un queso; oculté mi rostro en el hombro del policía que me llevaba, y supe en ése magnífico instante, que por fin éramos libres.
¿Todavía creen que soy mala? Yo a veces lo creo así. Pero al mismo tiempo, siento que equivoco brutalmente el camino. Ellos eran mis padres, y los amaba, de hecho, aún los amo. Pero cuando comenzaron los pleitos, debí dejar de quererlos, pues algo en mí me hizo saber que ésos seres dentro del cuerpo de mis progenitores no eran mis padres; ellos habían muerto en el momento que ésos monstruos llegaron y acabaron con nuestra dicha. Su muerte significó una oportunidad para Margot y para mí. Fuimos llevadas al Orfanato de Coventry, que se encontraba cerca del bosque de Bath, en aquél lindo pueblito en el que vivíamos, llamado Unknow Hill.
Unknow Hill era un pueblo asentado al lado de un bosque. Era una zona pacífica donde vivían varios ingleses de sangre pura y algunos cuyos antepasados eran meramente europeos. El bosque, que se extendía hasta llegar a un río, tenía todo el aspecto de un islote frío en medio del mar del Norte, de no ser porque se echaban de menos las ballenas y los icebergs; Coventry estaba asentado a pocos metros del bosque.
El orfanato era un edificio muy peculiar. Compuesto por un edificio de tres pisos, estaba rodeado por tres lados con un muro, y por el frente, con una cerca que nos dejaba mirar el camino que nos llevaba directamente al pueblo. Estaba atendido por varias mujeres de distintas edades que cuidaban de niñas tan pequeñas como Margot y más mayores que yo. Todas usaban un uniforme parecido, que se componía de un vestido como de muñeca de porcelana de color azul pizarra, una blusa blanca de manga larga y en vez de zapatillas de colegial usaban botines.
Cuando mi hermana y yo fuimos llevadas a Coventry, nos separaron de inmediato. Pero no fue suficiente para quebrar el lazo que nos unía, más poderoso que ningún otro. Y por las noches, Margot se escabullía de su habitación para buscarme, y que le contara en voz baja historias que inventaba para ella, y le cantaba, antes de enviarla a dormir, una canción de cuna que inventé para ella durante ésos días de terror en la casa.
Margot, con todo y sus buenos tres años de edad, recordaba la letra de la canción, y escucharla le resultaba tan familiar y tan apreciado, que me confesó que jamás la olvidaba, y que en sus sueños era capaz de seguirme oyendo cantarla.
Yo sonreía, la acurrucaba contra mi pecho y le cantaba:
Duerme, mi luna
Duerme, mi sol
Hoy las estrellas contigo irán
No tengas miedo
El cielo te cuida
Duerme mi hermosa
Flor…

2 comentarios:

Mar dijo...

Genial.

A la espera de la siguiente parte.

Guerrero dijo...

Aww Lobita, mucho para la historia (creo que leí muchas cosas que me dejaron un tanto sensibles y mis proyecciones me afectaron D:)
Pero espero la otra parte, me dejó muchas dudas que quiero conocer, más historia, más historia!!

saludos